El presidente argentino, Alberto Fernández, está obsesionado con la meritocracia. Si bien reconoce que no está en contra del mérito para poder superarse en la vida, asegura que la grave situación de desigualdad hace imposible que arranquen los motores de la individualidad.
Más allá del debate en cuestión, lo cierto es que en Argentina no existe posibilidad de meritocracia alguna. El estatismo agobiante hace imposible emprender y las personas en su mayoría están condenadas a míseros salarios del sector privado, producto de una economía descapitalizada, o, directamente, a la limosna del Gobierno. Pero mientras la crisis avanza, ambas tortas se achican: la inflación y la huida del capital privado destruyen los salarios y los planes sociales se licúan de la mano de la excesiva emisión monetaria.
Lo que Fernández debería comprender, antes de meterse de lleno en el debate del mérito, es que la desigualdad no es un problema. Es la condición natural e inevitable del hombre y sus preferencias. El problema sí es la pobreza. Mientras se busca implementar un nuevo y delirante impuesto “a la riqueza”, se fortalecen los prejuicios y los resentimientos sociales.
¿Dónde hay “mayor desigualdad”? ¿En un millonario que tiene varias propiedades, avión privado, yate, lujos y una persona de clase media? ¿O en esa persona de clase media y un indigente que no tiene absolutamente nada? Los afortunados que tenemos para comer todos los días y un techo sobre nuestras cabezas estamos muchísimo más lejos en cuestión de “desigualdad” con un rico, que alguien que no tiene nada con relación a nosotros.
Mientras seguimos equivocando el blanco, la clase media desaparece, la pobreza se multiplica y los únicos ricos que se quedan son los acomodados de la política y los empresarios prebendarios, ya que los que triunfan por derecha deciden irse del país. En las últimas horas se confirmó que hasta los inversores agropecuarios piensan mover sus capitales a los países vecinos, que no cuentan con las posibilidades de nuestra Pampa húmeda, pero que tampoco sufren el saqueo gubernamental.
En lo único que tiene razón Fernández es que si uno no tiene absolutamente nada, seguramente no hay mérito que valga. El problema es que sus políticas asistenciales no hacen otra cosa que fomentar la pobreza y la dependencia gubernamental, mientras la economía real se cae a pedazos.
Para darle la oportunidad a las personas de crecer, las mismas tienen que salir de la pobreza extrema. Y lo cierto es que no hay política pública que logre hacer esto que no sea la de fomento de la inversión y el capital privado. El Gobierno parece ir en la dirección opuesta. De profundizar este modelo no habrá mérito más importante que tener éxito en la búsqueda de comida en las bolsas de basura para la mayoría de nosotros.