
Cuando Sara, la señora de 85 años que salió con la reposera a tomar sol enfrente de su casa, revolucionó la política argentina y el debate de la cuarentena, advertimos que el Gobierno tenía dos caminos: o elegía la ruta autoritaria de violentar a una anciana inocente o buscaba una salida elegante para permitir excepciones como la de ella.
Al igual que la gestión municipal de Horacio Rodríguez Larreta, que cometió un duro traspié cuando determinó que los mayores de setenta años tenían que pedir permiso para salir de la casa, el Gobierno nacional retrocedió ante los abusos excesivos que lo dejaban muy mal parado ante la opinión pública.
Con el correr de los meses, la cuarentena (que de cuarentena ya tiene muy poco) se fue flexibilizando más de facto que formalmente. Los vendedores ambulantes, que de a uno eran corridos, fueron ganando la calle cuando la cantidad superó a la de los agentes policiales. Varios restaurantes comenzaron a operar en forma clandestina para clientes “de confianza” y los negocios que estaban habilitados para vender exclusivamente online empezaron a dejar pasar a algunos clientes ante la vista gorda de los oficiales. Por lo que ya pasa en las calles, si las fuerzas de seguridad deciden acatar al pie de la letra todas las ordenanzas vigentes, no sabrían por donde empezar.
Los controles “efectivos” se limitan mayormente a los espectáculos, centros comerciales y a la entrada y salida de distintas ciudades, donde existen barricadas que se semejan tristemente al Check Pont Charlie de Berlín, en los años de la Alemania partida.
Dentro de los distritos, incluso los más restrictivos, de a poco la gente deja de salir a la calle con la bolsa de las compras (o del disimulo) y los perros domésticos van percibiendo que sus dueños ya no recurren tan seguido a ellos como excusa de tránsito. Lamentablemente, para Larreta y Fernández los canes no están empadronados ni votan, ya que sus paseos continuos durante los primeros meses de la cuarentena eran sinónimos de reelección asegurada.
En concreto, en los centros urbanos ya nadie sabe qué se puede hacer y qué no según el discurso oficial. Lo que es claro es que el miedo va cediendo. Las autoridades ya no se animan a andar con autos oficiales, ordenando a la gente con megáfono que se meta en la casa como ocurría hace un tiempo.
Pero ante el temor por el incremento de contagios, y con el derrumbe de la economía que no permite más comercios fundidos, ahora el presidente argentino se la agarró con las reuniones familiares. Mediante un Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU, el mandatario prohibió que la gente se reúna en sus domicilios y amenazó con duras penas de hasta dos años de cárcel.
Fernández sabe que la gente cada vez le obedece menos y que sus decretos tienen un alcance limitado. Por un lado apela al temor a la enfermedad y por el otro a las denuncias que pueden surgir dentro de la sociedad, como para que las personas eviten ser del pequeño porcentual al que se le aplica el peso de estas leyes de dudosa constitucionalidad.
Pero para disgusto de la Casa Rosada, las voces que invitan a la rebeldía y a la desobediencia civil se multiplican. Ya no son los conspiranoicos que descreen de la existencia del virus ni los referentes liberales que denuncian la existencia de una dictadura que derogó la Constitución Nacional. Marcelo Longobardi, uno de los periodistas de alcance masivo de la radiofonía argentina, esta mañana reconoció en su popular programa matinal que no piensa obedecer la ordenanza del Poder Ejecutivo.
Obviamente no voy a acatar. No se puede acatar una orden de esta naturaleza porque está mal. ¿Desde cuándo esta gente va a regular la relación de los padres con sus hijos por medio año? ¡Por favor!
El conductor de Radio Mitre aseguró que lamenta la irresponsabilidad de muchos argentinos que tienen grandes reuniones e incrementan el número de contagios, pero dijo que no hay motivo para impedir que dos o tres personas puedan estar reunidas dentro de una casa particular. «En mi caso, yo les digo de verdad, lo lamento mucho. El decreto no aplica», sentenció.
Para Longobardi, el DNU firmado por Alberto Fernández esta mañana es «ilegible, incomprensible e incumplible».
Seguramente desde espacios vinculados al oficialismo más de un dirigente estará pidiendo la cabeza del periodista, sugiriendo un escarmiento ejemplar. Hasta el momento, las palabras del conductor radial no han tenido consecuencias, pero dado el clima complicado de Argentina, puede pasar cualquier cosa. Cabe destacar que en 2012, en la etapa anterior del kirchnerismo, Longobardi fue desvinculado de Radio 10 por sus opiniones políticas y por presión de sectores del Gobierno.
Una vez más Fernández tiene la misma disyuntiva que antes: o se dedica a profundizar un modelo autoritario o va para atrás con esta locura, como hizo con la intervención de Vicentin. El presidente argentino tiene que saber que si se decide por la represión, el precio de ese camino puede resultarle muy caro. No solamente por el costo político de esa estrategia, sino por el eventual escenario de una desobediencia civil masiva, que no podrá reprimir, ya no por cuestiones morales o de conveniencia electoral, sino por imposibilidad práctica.