“Lo que están haciendo es romper la Constitución y hacer lo que se les cante… obligarnos a hacer lo que ellos quieran. Bandera argentina flameando… ¡Arriba Argentina! ¡Arriba el resto del mundo! Espero que sigamos todos en la misma sintonía y se terminó. Ya está. No hay más. A salir a la calle”.
Aníbal Raúl Arrarte Artigalas, de la ciudad de Mar del Plata, se hartó de estar encerrado, grabó esas palabras con su teléfono celular, subió el video a sus redes sociales y salió a caminar. El cyber patrullaje, que ya reconoció el Gobierno argentino, hizo lo suyo y fue localizado en tiempo record. La policía le hizo sentir fuerte las consecuencias de sus actos y se le iniciaron los procesos legales “correspondientes” en su contra, multa económica y toda la batería de la que el presidente Alberto Fernández hace alarde. En el máximo de los absurdos, las autoridades le secuestraron su teléfono, como si fuera culpable de un delito aberrante como la producción de pornografía infantil, o fuese miembro de una banda de secuestradores.
Mientras las redes sociales discutían el caso del marplatense detenido, otro hecho sacudió a la opinión pública como pocas veces ocurrió desde el inicio de la pandemia. Sara, una anciana de 85 años, consideró que necesitaba tomar sol y fue con su reposera para sentarse en medio de una plaza desierta. En menos de lo que canta un gallo la policía se hizo presente y le solicitaron que se retire. Sara dijo que no. Necesitaba tomar sol y dijo que pensaba permanecer en ese lugar una hora y que luego volvería a su departamento.
El rejunte de oficiales a su alrededor se puso nervioso. No sabían que hacer y se limitaron a insistir. Ella continuó diciendo lo mismo. “Necesito una hora en el sol y después me voy a mi casa”. Cuando quiso retornar a su domicilio, los oficiales la cercaron y le pidieron que se quede quieta, que no podía volver, ya que se iniciarían acciones en su contra. Las imágenes causaron indignación general.
“Tengo problemas de salud y necesito tomar sol y aire”, comentó Sara, la mujer del momento en Argentina, a los periodistas que la entrevistaban desde el portero eléctrico en la puerta de su casa. Su caso es simple: estaba alejada a varios metros del resto de las personas, salió con guantes, barbijo y reivindicó su derecho de estar una hora bajo el sol, respetando el denominado “distanciamiento social”. El dolor de cabeza para el Estado argentino es que dijo que lo volverá a hacer cada vez que lo encuentre pertinente. Sí. Una señora de 85 años por estas horas es uno de las principales preocupaciones de un rey que demostró estar desnudo.
Ante la viralización inmediata de estos casos, es evidente que las autoridades eligieron el camino duro. Mostrar que no se aceptará ningún comportamiento díscolo, ya que no hay lugar para la desobediencia civil mínima. Pero claro, esto puede durar lo que la gente lo acepte. Se pueden reprimir uno, dos, tres, cien casos, pero sería imposible dar respuesta a un comportamiento semejante masivo y generalizado.
La cuarentena total de Alberto Fernández, que para los voceros del Gobierno es ejemplar a nivel mundial, tiene estos desafíos. Más allá de la posición que tenga cada uno al respecto, cuando la gente ve a varios oficiales de policía cercar y amenazar a una anciana de 85 años, algo comienza a hacer ruido. Mucho ruido.
Estas son las contradicciones y dificultades que tiene el Estado argentino en todos sus estamentos. A nivel nacional, provincial y municipal, todos están en sintonía con Alberto e incluso a veces se muestran más autoritarios que el mismo Poder Ejecutivo Nacional. El Gobierno se decidió por este camino y ya no puede volver atrás. A lo sumo deberá evaluar leves “desregulaciones” si no quieren lidiar con rebeldías complicadas.
Por lo menos un día dejamos de mirar los números de contagios, fallecimientos, cotización del dólar y riesgo país. Hoy los ojos de Argentina están puestos en la puerta del edificio de Sara. Todos nos preguntamos si decidirá salir a tomar sol. Un gobierno entero, incómodo y nervioso ruega que no.