Además del tema del empleo, del que hablé en mi anterior escrito, hay otra promesa recurrente por parte de los candidatos: ciencia y tecnología (C&T) e innovación.
Lo primero que se debe observar es que son tan cerradas las concepciones en las que creen que la única fuente de innovación, consideran se presenta en el desarrollo tecnológico. Pero eso no es así: se puede innovar en muchos frentes, no solo en productos terminados de alta tecnología.
Lo siguiente es que parece creerse que la causa de la C&T y de la innovación es la inversión directa en ello. En este punto, como sucede con la educación, podemos estar de acuerdo en que sin colegios construidos y sin profesores pagos no es posible proveer un servicio de educación, pero eso no quiere decir que el mero hecho de invertir en esos rubros llevará a más ni mejor educación.
Puede ser importante la inversión en infraestructura para la investigación y en capital humano (es decir, en educar a un número dado de personas) para adelantarla. Pero ello no es suficiente para anticipar que habrá ni más C&T ni más innovación.
No entraré a debatir sobre quién debe adelantar esas inversiones. Es casi un consenso hoy en día (lamentable, pero consenso) pensar que las inversiones en educación o en C&T debe adelantarlas el Estado. Por ello, los incrementos en este tipo de gasto (o inversión, como les gusta llamarlo a muchos) se han convertido en promesas de campaña.
De nuevo, pareciera que se da por sentado que más recursos invertidos se traducen en mayor investigación, más innovación y más desarrollo tecnológico.
Por ello, en el momento de la campaña, poco se repara en la destinación de recursos que siempre serán escasos, en el clientelismo y demás prácticas típicas de los gobiernos que afectan la toma de decisiones y en la discusión sobre qué tipo de innovación o de C&T se tiene en mente: en abstracto suena muy bien, pero también en este rubro se deben priorizar las inversiones.
El consenso resulta, tal vez, de observar que “el sector privado” no invierte lo suficiente en esos aspectos. Suele concluirse que cuando no lo hace el privado, automáticamente esto debe ser asumido por el Estado.
No obstante, no se piensa por qué los privados no han adelantado esas inversiones. Se evade la discusión comenzando porque, de pronto, aquéllos pueden ser destinos de inversión no valorados socialmente.
Si este fuese el caso, ¿qué justificación hay para que la decisión sea asumida por los cálculos políticos? Esta pregunta tendría que responderse con algo más de una supuesta conveniencia social en términos de desarrollo. Porque la C&T y la innovación son resultados de ese proceso y no sus causas.
Más elementos nos llevan a pensar que estas promesas son vacías, por decir lo menos.
La innovación no se puede enseñar. Mucho menos, anticipar. No hay nada peor que los programas de innovación porque están promoviendo lo que ya se conoce, mientras que impiden lo desconocido: ya sea por los requerimientos o por la acción estatal en otras áreas.
Esto es lo que ha pasado en Colombia: supuestamente el gobierno es impulsor —y defensor— de la innovación, pero ante la llegada de Uber, un ejemplo de lo disruptiva, inesperada y provechosa que puede ser la verdadera innovación, solo se ha dedicado a perseguirla para proteger los intereses del gremio de taxistas.
En lugar de ello, los programas establecen los sectores, las características y hasta las condiciones de lo que debe ser la innovación en la que trabajan los beneficiarios. Lo dicho: promueven lo ya existente porque, por definición, la innovación no la podemos anticipar. No podemos saber en qué sectores llegará ni cuáles serán sus características.
Si se trata de la investigación, se podría pensar que sí puede haber unos lineamientos generales impulsados por el Estado, pero esto no necesariamente redunda en beneficio social ni en un desarrollo tecnológico.
Pueden ser proyectos impulsados con fines políticos, para beneficiar a los amigos de los políticos. Es más, la investigación requiere de autonomía en la decisión por parte de los científicos, pero ésta puede verse reducida por la intervención de los recursos estatales.
Un caso es el de la financiación de entes (públicos o privados) que sirven, supuestamente, para la promoción de la investigación y la ciencia. Pero estos se reducen a dos tipos de actividades. De un lado, a financiar proyectos de investigación.
En este caso, aunque se preserve la autonomía de los investigadores, la verdad es que ésta está limitada por las prioridades que se imponen y el cumplimiento de requerimientos —principalmente de forma— que llevan a que algunos reciban financiación, mientras que otros no. Pero esto depende de condiciones diferentes a si son proyectos adecuados: es si lo son para los que revisaron el proyecto.
Por otro lado, imponen estándares. Definen cómo evaluar a un investigador y sus resultados. Pero esto va en contravía de cualquier objetivo científico y de innovación: los resultados de las investigaciones son valorados por el “mercado de ideas” o de investigación y no por unos funcionarios ante unos criterios objetivos, previamente determinados.
De igual manera, esto lleva a que los investigadores se concentren en satisfacer los requerimientos del ente rector y no sus intereses o pasiones. Así, la investigación pierde su sentido y su relación con la innovación. Se promueve lo seguro, lo políticamente viable, lo que todos quieren que se estudie o se diga.
Así, no se promueve la ciencia ni la innovación. Al contrario.
Sin embargo, en todas las campañas, seguramente con asesores que “saben mucho” del tema, siguen prometiendo lo que no van a cumplir.Seguramente invertirán algunos, en caso de ser elegidos, más que otros en C&T y en innovación, pero no por ello el país tendrá mayor desarrollo tecnológico ni será más innovador.