La mayoría de acciones estatales no solucionan el problema que pretendían solucionar, por el contrario, suelen agravarlo.
Si existe un ámbito en el que esto se ve en Colombia de manera más clara es en el de las políticas y regulaciones laborales. Como si fuera poco, estas medidas tienden a ser contradictorias en relación con la retórica que se utiliza para impulsarlas. Puede ser esta contradicción un reflejo de la ignorancia de los tomadores de decisiones o, con mayor seguridad, de la instrumentalización del Estado por parte de ciertos grupos para mantener sus privilegios y obtener rentas.
Veamos de manera clara cómo funciona en la práctica esto que suena tan confuso.
En el marco de la huelga de Avianca, la semana pasada un tribunal decidió impedir que la empresa contratara pilotos extranjeros para enfrentar la delicada situación por la que atraviesan sus operaciones.
Así, nos dicen, que el Estado protege a los trabajadores de las “malvadas” empresas y defiende su “derecho” a la huelga. En realidad, el Estado permite que los trabajadores exijan lo que quieran a las empresas, incluso, al costo de quebrarlas. Pero esa es otra discusión.
Nos dicen que el Estado anda muy preocupado por proteger a los empleados y la estabilidad de sus puestos de trabajo.Pero, para eso, para una mayor estabilidad se requieren dos cosas. Primero, la existencia de puestos de trabajo. La segunda, la disponibilidad de múltiples alternativas que fortalezcan la capacidad de negociación de los trabajadores. Para ambas cosas, es necesario que existan más –no menos– empresas. Y esto no se logra con mayores regulaciones laborales, sino permitiendo la inversión, doméstica e internacional, y facilitando los procesos de creación y de funcionamiento de las empresas.
Al contrario, con esa defensa maximalista del “derecho” a la huelga lo que hacen es ahuyentar la inversión y generar temores en los emprendedores potenciales. ¿Para qué crear una empresa exitosa si esto se convierte en un incentivo para que los empleados la destruyan a punta de exigencias que son secundadas por el Estado?
Así, la decisión estatal no solo no resuelve el problema, sino que lo agrava. Pero la cosa no termina ahí.
Mientras que, de dientes para afuera, los políticos y burócratas dicen que quieren proteger a los empleados y su estabilidad, por otro lado, lo que hacen es afectarlos constantemente. ¿Quieren mejorar las condiciones de los trabajadores? Bueno sería reducir muchas de las deducciones que existen a los salarios, por ejemplo.
En particular, existen los trabajadores denominados independientes que tienen un tipo de contratación diferente. Sobre estos recaen todo tipo de decisiones, supuestamente por su bien, pero que afectan más sus ingresos y afectan sus condiciones de vida. ¿Este tipo de trabajadores que, además, son casi la mitad en el país, no importan? De ellos, poco importa la estabilidad. Pero, además, también se les quita casi el 30 % de los ingresos que reciben mensualmente y se les imponen todo tipo de trámites.
Como señalé antes, esta contradicción podría ser resultado de la ignorancia de los tomadores de decisiones. Pero también podría tener otras explicaciones: muchos de esos trabajadores independientes están contratados por el Estado mismo. Además, esos trabajadores no tienen la misma capacidad de presión o de representación que puede tener un sindicato como el de los pilotos que ha tenido a la ministra del Trabajo sentada en la mesa de negociación desde que les dio por declararse en huelga.
Con ello queda claro que, por más que lo repitan en discursos, a los funcionarios no les interesa ni la estabilidad ni el bienestar de los trabajadores, sino de ciertos trabajadores. Es más: aunque defendieran los intereses de todos los trabajadores, tampoco estarían cumpliendo de manera adecuada con su labor. Los políticos y burócratas no están ahí para defender los intereses de algunos, sino de todos los ciudadanos. Así las cosas, tendrían que velar también por el bienestar de las personas no empleadas, que están buscando trabajo.
Los más afectados por esas regulaciones, que supuestamente defienden a los trabajadores (pero que en realidad protegen a algunos de ellos), son las personas que aún no están empleadas, impidiéndoles conseguir trabajo. Eso sucede, en algunos casos, con las leyes de salarios mínimos y de otras medidas que encarecen la contratación.
Pero lo más grave de todo es que, como resultado de las consecuencias no anticipadas, de las contradicciones y de la generación de privilegios, se engendra un nuevo problema: hacer las cosas bien se vuelve una fuente de castigo para los ciudadanos.
Los que trabajan deben pagar más. A los que no forman parte de grupos de interés nadie los protege y reciben todo el peso de la avaricia del Estado. Ser valorado socialmente se convierte en objeto de expoliación. Una sociedad en la que se premia ser una carga no es sostenible en el tiempo.