Una nueva reunión presidencial entre Colombia y Venezuela tuvo lugar el pasado 23 de julio. Como sucedió en diversas ocasiones durante los gobiernos de los presidentes Álvaro Uribe Vélez, de Colombia, y Hugo Chávez, de Venezuela, en esta ocasión el objetivo también fue el restablecimiento de las relaciones después de un incidente que las puso en peligro. Esta vez el detonante de la nueva crisis fue la reunión que el actual presidente colombiano, Juan Manuel Santos, tuvo con el líder de la oposición venezolana, Henrique Capriles, el pasado mes de mayo.
Ante ese encuentro, el gobierno de Nicolás Maduro consideró que Colombia había “apuñalado” a la relación entre los dos países y, por esa razón, incluso amenazó con terminar su apoyo al proceso de paz en curso entre el gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia). Tanto la retórica utilizada por los altos funcionarios del gobierno venezolano, como el contenido de sus amenazas no plantearon ningún cambio respecto de lo que estábamos acostumbrados durante los años del gobierno de Hugo Chávez.
La respuesta colombiana tampoco fue diferente. Después del encuentro con Capriles, el gobierno nacional afirmó que no buscaba intervenir en la situación interna venezolana, ni que pretendía afectar la relación bilateral y, mucho menos, perder el apoyo de ese país en el proceso de paz…de allí la prioridad que se le dio a una nueva reunión directa con el presidente Maduro.
En ésta se restablecieron las relaciones, se recordaron los temas de la agenda bilateral (incluidos comercio, seguridad y desarrollo fronterizo) y se enfatizó el respaldo y la importancia de Venezuela en la negociación en curso con la guerrilla colombiana. Una vez más, nada nuevo: lo mismo sucedió en las numerosas reuniones bilaterales cuando los presidentes eran Álvaro Uribe y Hugo Chávez.
Teniendo en cuenta lo anterior, a pesar de la esperanza que crea la reunión desarrollada esta semana, no se puede esperar que, en el futuro, nuevas crisis no tengan lugar. Esto se debe a que, en Colombia, los mandatarios y quienes dirigen la política exterior, no han comprendido el régimen venezolano actual, ni las características de la relación bilateral. Es decir, no se han entendido las lógicas de acción de la Venezuela desde la llegada al poder del denominado Socialismo del Siglo XXI.
En primer lugar, no se ha entendido que la retórica según la cual Colombia es una amenaza a la seguridad del régimen, por sus acciones y por su relación con los Estados Unidos, son necesarias para la persistencia de un régimen cuyos únicos “logros” se pueden medir en eso: en discursos cargados de emociones y de paranoia.
En segundo lugar, en Colombia no se ha reflexionado sobre el contenido de las amenazas. Por un lado, porque la mayoría de las veces, éstas se quedan en eso, en palabras. ¿Cuántas veces no anunció Chávez la ruptura de relaciones con Estados Unidos? Maduro ya lo hizo la primera vez…y nada ha pasado. Por otro lado, porque aunque cuando se materializan esas amenazas, el impacto real en Colombia es mínimos, por decir lo menos. Cuando Chávez estaba en el poder, la amenaza fue el comercio bilateral. Cuando éste fue restringido, por decisión del gobierno venezolano, no hubo crisis en Colombia, ni una afectación de las tasas de crecimiento o de exportación. Es más, lo que hizo Chávez fue un favor a los productores colombianos, quienes encontraron nuevos destinos de sus productos. Esto es, una mayor diversificación de los socios comerciales.
La amenaza actual, la del apoyo al proceso de paz, tampoco tendría mayor efecto. En caso que Venezuela retirara su apoyo, podrían suceder dos cosas con la negociación. Puede no pasar nada o las FARC pueden, a lo sumo, decidir levantarse de la mesa. Si sucede lo primero, la negociación se convertiría en lo que debió ser desde el principio: un ejercicio de diálogo entre el gobierno colombiano y un grupo guerrillero del mismo país. Si sucediera lo segundo, el impacto mayor sería que se volvería al status quo anterior. Es decir, de conflicto armado que, además, no se ha detenido.
En tercer lugar, no se ha comprendido que regímenes como el del Socialismo del Siglo XXI siempre necesitarán de construir enemigos externos y, como se ha demostrado, para Venezuela el más fácil es Colombia. Por ello, en el futuro, cualquier declaración, decisión o acción adelantada por el gobierno colombiano y que sea, en algo, contraria a la visión venezolana, se creará una nueva crisis, con nuevos discursos y amenazas.
En cuarto lugar, es necesario reconocer que lo anterior es así porque el Socialismo del Siglo XXI, por sus características y por las ideas equivocadas de las que parte, nunca podrá cumplir con las expectativas que ha generado en la población respecto de la eliminación de la pobreza o la llegada del desarrollo y la riqueza. Además, como sucede generalmente con este tipo de regímenes, al no poder cumplir sus promesas, el objetivo se convierte en mantenerse en el poder. Para ello es necesario, por un lado, eliminar a los opositores y, por el otro, desviar la atención de las mayorías con, entre otros, la generación de sentimientos nacionalistas. Allí es esencial la existencia de enemigos externos.
Frente a lo anterior, no queda sino preguntarse, entonces, por qué los gobiernos colombianos gastan tantos esfuerzos en restablecer relaciones con una contraparte a la que, en realidad, no le interesa hacerlo. Más bien, los gobiernos colombianos deberían concentrarse en solucionar los grandes problemas internos o en abrir espacios de interlocución con aquéllos actores internacionales de los que se pueden obtener beneficios reales, tangibles (como el comercio). La esperanza de tener buenas relaciones con Venezuela, no solo está en contra de la realidad, sino que desvía la atención de los asuntos sobre los cuales sí se tiene algún tipo de control o, por lo menos, mayor garantía de éxito.