Argentina y Brasil se parecen en muchos sentidos. Desde el punto de vista físico, son los más grandes de América del Sur. En lo espiritual, se caracterizan por no ser lo que podrían haber sido: desarrollados y prósperos.
El potencial que tienen ambas naciones para convertirse en comunidades admirables es enorme, pero no logran desplegarlo por razones ideológicas, que repercuten en políticas nefastas para el bienestar de los ciudadanos.
Por ejemplo, Argentina a principios del siglo XX-en ancas de la Constitución concebida por Juan Bautista Alberdi- era un fuerte competidor de Estados Unidos como receptor de inmigrantes europeos, lo que da pauta del grado de atracción que ejercía como lugar deseable para comenzar una nueva vida.
Con respecto a Brasil, el famoso escritor austríaco Stefan Zweig se estableció allí a principios de la década de 1940. Quedó tan deslumbrado por esa tierra, su historia, su cultura y el desarrollo que estaban experimentando sus principales ciudades, que publicó Brasil, país del futuro.
Es paradójico que aquel título mediante el cual pretendió rendir tributo, se haya transformado en irónico, porque daría la impresión de que Brasil eternamente será “el país del futuro” pero nunca conseguirá llegar a él.
Incluso, cuando parecería que estaba a punto de lograrlo bajo la égida del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, fue tan solo un espejismo. Brasil sepultó un porvenir potencialmente venturoso por la ambición desmedida de sus principales protagonistas, que se materializó en una corrupta alianza político-empresarial.
La corrupción galopante también asemeja a Brasil y Argentina. Está tan arraigada que se ha tornado en uno de sus rasgos identitarios. Tanto es así que en 2002, durante una entrevista televisiva para un canal argentino, el expresidente uruguayo Jorge Batlle espetó al periodista: “Los argentinos son una manga de ladrones, del primero hasta el último […] ¿Sabe la clase de volumen de corrupción que (ustedes) tienen?”.
Desde entonces, la corrupción no ha dejado de crecer en ambos países, alcanzando cotas nunca antes vistas. El más emblemático de los casos es el de Odebrecht, que fue tan colosal que se extendió a muchas otras regiones del mundo, especialmente de América.
Los indicios y declaraciones de los “arrepentidos” apuntan a una presunta corrupción que alcanzarían a las más altas esferas tanto en Brasil como en Argentina. Sin embargo, tendría notorias diferencias.
En Argentina, el esquema de corrupción habría tenido por fin principal el enriquecimiento de la familia Kirchner y también el de su entorno, porque para que funcionara eran necesarios cómplices y testaferros.
Entre los Kirchner ha habido saltos en su patrimonio -siempre ascendente- tan enormes, que dan la impresión de ser difíciles de justificar. Ellos gobernaron entre 2003 y 2015 turnándose en la presidencia (2003-2007 Néstor; 2007-2015 Cristina).
En 2003, la familia declaró un patrimonio de 6 851 810 pesos argentinos. En su primera declaración jurada como presidenta, Cristina declaró bienes por 17 824 940 pesos argentinos. Un año más tarde, su fortuna había trepado a 46 036 711 pesos argentinos (un 158 %). En 2010, poseía bienes por 55 537 290 pesos argentinos. En 2014 admitió tener un patrimonio de 64 000 000 de pesos argentinos que en 2015 saltaron a 77 000 000.
Esos datos son las que dan pie a las sospechas de corrupción.
En cambio, el esquema de corrupción montado en Brasil por Lula tenía como finalidad principal la entronización del Partido de los Trabajadores en el poder. El enriquecimiento personal de Lula y su familia era un elemento secundario aunque también presente. Así lo expresó la jueza Gabriela Hardt, quien lo condenó por un segundo caso en febrero de este año.
“La culpabilidad (de Lula) es elevada […] era el responsable por la designación y permanencia de los directores de Petrobras que fueron fundamentales para la sistematización del esquema criminal; tenía conciencia de que había un pago sistemático de sobornos destinados al partido del que forma parte; tenía plena conciencia de que parte de esos valores fueron usados en su beneficio personal”, afirmó Hardt.
La mayor diferencia con respecto a la corrupción en Brasil y Argentina radica en la actitud que han tenido los respectivos poderes judiciales.
En Brasil, el juez Sérgio Moro es el símbolo de que por fin, en ese país no irán a la cárcel tan solo los “ladrones de gallinas” sino también los ricos y poderosos. Incluso si todavía sujetan las riendas del poder, como ocurrió con Lula.
Decimos que Moro es un símbolo, porque el mérito no puede ser atribuido a una sola persona, sino a todo el sistema: Juzgados de Primer Instancia, Tribunales de Justicia, Tribunales Regionales Federales, Supremo Tribunal de Justicia y Supremo Tribunal Federal.
Si el sistema judicial brasilero hubiera seguido siendo timorato y/o corrupto, las investigaciones del Lava Jato no hubieran llegado muy lejos. Ergo, no estarían presos decenas de los otrora empresario poderosos y políticos de primer nivel, entre ellos, Lula.
La entereza moral de esos magistrados brilla más si tenemos en cuenta que algunos de los miembros de los tribunales superiores fueron designados por Lula.
El resultado ha sido que la Justicia ha triunfado sobre la política. Eso tiene importantes repercusiones morales, dado que aumenta la confianza de los ciudadanos y empresarios hacia las instituciones del país. Y esa es una de las bases esenciales para que una nación pueda desplegar su potencial económico.
En cambio, en Argentina, la situación no es tan auspiciosa. Para empezar, los jueces comenzaron a investigar en serio los asuntos patrimoniales poco claros de los Kirchner recién cuando estos abandonaron el poder, lo cual demuestra sumisión y servilismo hacia los que detentan el poder político.
Desde entonces, el accionar del poder judicial argentino no ha sido tan coherente y contundente como el de sus pares brasileros, lo que hace dudar de si en ese país la justicia triunfará finalmente, o -como suele ocurrir en Latinoamérica- los poderosos seguirán impunes.
Por un lado, hubo magistrados, por ejemplo el juez Claudio Bonadio, que en 2015 indagó, procesó y embargó a Cristina. La reacción de la expresidenta fue inmediata. En 2016 les cedió todos su bienes en partes iguales a sus dos hijos.
Ahora la justicia investiga si esa no fue una maniobra fraudulenta para esquivar las medidas cautelares que empezaron a llover sobre su patrimonio.
El juez Bonadio siguió actuando a pesar de esa nueva situación, incluyendo ahora en la indagación a Máximo y Florencia Kirchner. En la misma línea fue el accionar del juez Julián Ercolini y del fiscal Gerardo Pollicita, entre otros.
En adición, se marcó fecha para que Cristina fuera sometida a juicio oral por algunas de las causas por las cuales está incriminada.
Pero otros actores judiciales van en sentido contrario. Entre ellos, nada menos que la Suprema Corte que demostró que seguía siendo servil y timorata. Posiblemente temiendo que Cristina ascendiera nuevamente al poder, intentó una maniobra dilatoria. Artimaña que no prosperó, debido a la indignación popular que despertó.
Cristina por ahora es intocable, porque tiene fueros parlamentarios. Y a diferencia de lo que ocurrió en Brasil, sus pares no parecen dispuestos a sacárselos.
El tiempo dirá si los respectivos sistemas judiciales de Brasil y Argentina serán capaces de poner por encima de cualquier otro interés, a la Justicia. Esperemos que sí. Aunque sobre ellos se ciernen negros nubarrones porque tanto Lula como Cristina afilan las garras para destrozar esa posibilidad.