Esta columna podría haber sido titulada “Crónica de una destitución anunciada”, dado el gran paralelismo que hay entre la obra de Gabriel García Márquez llamada “Crónica de una muerte anunciada” y lo que ha estado sucediendo en Brasil: la misma tensión dramática, lo absurdo de la situación y la gravedad de lo ocurrido. Todo ello constituye una prueba de que “lo real maravilloso”, que dio lugar a tantas narraciones literarias fascinantes, es la condena de América Latina.
En efecto, finalmente se produjo lo que ya se intuía desde el 12 de mayo pasado, cuando Dilma Rousseff fue suspendida de la presidencia de Brasil. El Senado votó por amplia mayoría –61 contra 20- su destitución.
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Los cargos que se le imputan a la exmandataria, es haber realizado maniobras fiscales y presupuestarias que le permitieron en 2014 ser reelegida, y otorgarle nuevamente la victoria al Partido de los Trabajadores. Dado que triunfó por un margen muy estrecho –de apenas 3 millones de votos entre 146 millones de ciudadanos que tenían derecho a votar- el tema de fondo no es para nada menor: se trata de si obtuvo el poder en forma limpia o si por el contrario, mediante algún tipo de fraude.
Tan serio se considera este asunto en Brasil, que está específicamente sancionado por la Constitución bajo el rótulo de “Crimen de responsabilidad” y puede dar lugar a un impeachment. Eso fue lo que ocurrió en el caso de Rousseff.
Las maniobras no permitidas por la constitución brasileña están basadas en la experiencia. Un presidente que pretende ser electo o que su partido continúe en el poder, tiene todas las herramientas en sus manos para “maquillar” las cuentas públicas y hacer creer a los votantes que todo está bien, cuando en realidad no es así. En consecuencia, se trata de una forma de fraude electoral porque los votantes hacen su elección bajo premisas falsas. Es decir, son engañados por los gobernantes. Y, en esas condiciones, no se puede aducir que su decisión fue realmente voluntaria. A menos que por determinación libre entendamos ser engatusados.
A Rousseff se le acusa concretamente de haber realizado “pedaladas” fiscales, que consiste en el uso de fondos de bancos públicos para cubrir programas sociales gubernamentales. Aunque esa práctica está prohibida por una ley de Responsabilidad Fiscal, su gobierno las hizo de todos modos con el fin de poder exhibir a sus votantes mayor equilibrio entre ingresos y gastos.
Por esa razón el Tribunal de Cuentas rechazó la contabilidad de la administración de Rousseff en 2014, el año electoral.
Si bien es cierto que gobiernos anteriores también recurrieron a esas maniobras, hay datos oficiales que señalan que fueron mucho más frecuentes durante el mandato de Rousseff. Esas prácticas continuaron en 2015. Ese es un factor clave para habilitar su destitución, dado que algunos juristas creen que la presidenta solo puede ser juzgada por delitos cometidos durante su actual mandato.
Por lo tanto Dilma falta a la verdad cuando en su defensa ante el Senado el lunes pasado alegó: “Tengo la conciencia tranquila. No cometí ningún crimen de responsabilidad” o “Este proceso se caracteriza por una sorprendente desviación de poder, que explica la absoluta fragilidad de las acusaciones dirigidas contra mí”.
No obstante, lo absurdo de la situación es, que la inmensa mayoría de los legisladores que la están juzgando por este tema, es decir, por su legitimidad democrática, están implicados en el brutal escándalo de corrupción asociado a Petrobras. En consecuencia, ellos tampoco son inocentes dado que las pesquisas judiciales realizadas hasta la fecha, han sacado a la luz la intrínseca relación existente entre esa corrupción y el financiamiento de los partidos.
Sobre esa circunstancia se apoyan Dilma y sus defensores para argumentar que los que hoy la están juzgando, no tienen autoridad moral para hacerlo. En cierta manera es como decir, dejemos todo como está y hagamos de caso que aquí no pasó nada.
Esa defensa se basa en una falacia. Una cosa no invalida la otra. Es decir, que pueda ser ilegítima -desde el punto de vista de calidad democrática- la designación de la inmensa mayoría de los legisladores, no quita que también lo sea la de Rousseff. En el caso de los parlamentarios acusados -incluso el nuevo presidente Michel Temer– será la Justicia la encargada de dictaminar su grado de responsabilidad tal como corresponde.
El argumento que con mayor insistencia han usado Dilma y sus defensores –tanto internos como externos- ha sido que en Brasil se estaría produciendo un “golpe de estado”. Eso es una enorme mentira que, por mucho que se repita mil veces, seguirá siendo una falsedad destinada a gente mal informada y a los fanáticos, que por definición, carecen de espíritu crítico.
Lo cierto es que el impeachment se hizo siguiendo todos los pasos indicados por la Constitución. Comenzó a fines de 2015 cuando la denuncia fue aceptada en la Cámara de Diputados. En mayo de este año por amplia mayoría, los diputados decidieron apartarla transitoriamente del poder y pasar los antecedentes al Senado. También allí se han respetado todas las instancias correspondientes bajo la conducción del presidente de la Suprema Corte de Justicia. Durante todo ese largo proceso, Dilma pudo presentar sus descargos –ya sea directamente o mediante sus abogados- y tratar de influir a los parlamentarios a su favor.
Por lo tanto, no sólo no ha habido un “golpe de estado” sino que Rousseff contó con todas las garantías del debido proceso.
Lo que está sucediendo en Brasil, podría llegar a ser muy bueno para su democracia si se sigue este proceso hasta el final. O sea, dado que han salido a la luz los enormes problemas que la aquejan -el grado de corrupción y complicidad que hay entre las élites políticas y empresariales, los “fraudes” electorales mediante “maquillajes” contables o por medio del financiamiento de los partidos con dinero non sancto- es imprescindible seguir realizando la “limpieza” a fondo. Felicitar a los jueces audaces que se animaron a ponerle el “cascabel al gato” mientras estaba en el poder (a diferencia de lo que ocurrió por ejemplo en Argentina) y a castigar a los culpables. Es decir, el fortalecimiento de las instituciones republicanas.
No obstante lo anteriormente dicho, hay algo de tragedia en esta situación. Si todo este asunto pudo finalmente emerger –dado que es de larga data- fue gracias a que Dilma estaba en la presidencia. Da la impresión que entre los políticos involucrados en este affaire, es la más decente de todos. Ella no impidió ni entorpeció mayormente las investigaciones sobre corrupción. Tampoco limitó la libertad de prensa, a pesar de que Lula da Silva y su partido se lo reclamaban.
Por si eso fuera poco, a Dilma nunca se la acusó directamente por enriquecimiento ilícito. Parecería que ella no se benefició monetariamente de la corrupción, pero obviamente que sí políticamente. Además, es imposible creer que no estuviera al tanto de lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Nadie llega a la presidencia de un país siendo tan ingenuo. Por lo tanto peca de complicidad.
El gran peligro que nosotros vemos para la democracia brasileña si no se llama a nuevas elecciones sobre bases más transparentes, es que “escarmentados” por lo sucedido los gobernantes y legisladores se blinden en el futuro, para que se torne casi imposible investigarlos o juzgarlos por sus delitos.
En conclusión, lo sucedido en Brasil podría ser una oportunidad fabulosa para que su democracia se fortalezca, o por el contrario, para degradarla aún más .
Hacemos votos para que en Brasil no ocurra lo del gattopardo, que todo cambió para que todo siguiera igual.