Para conocer el futuro político de cualquier país —democrático o no— vea primero los campus de sus universidades. No solo cuáles son las ideas, teorías y orientaciones políticas y económicas que prevalecen entre profesores y estudiantes, sino cuál es la cultura política que se respira en los campus, cómo se maneja la opinión disidente de los paradigmas prevalecientes, qué tipo de prácticas sanas y qué de vicios se institucionalizan en la política de las organizaciones estudiantiles, de los cuerpos docentes y de la institución académica en sí. Qué valores enseñan los centros de educación en clases y en sus prácticas institucionales. Eso más que otra cosa nos dará el tono de la política futura. Lo que hoy veamos en los campus, mañana lo veremos en partidos, congresos y misterios. En gobierno y oposición.
Universidades, autoritarismos y totalitarismo
Y no es exclusivamente en democracias, donde la cadena de transmisión de las ideas y valores que prevalecen en los campus a la política nacional es tan clara como al resto de la sociedad, y en particular a la prensa, artes, nodos de influencia cultural nuevos y viejos —entre los nuevos las redes sociales hoy claves, por lo que la neutralidad o no de las empresas que las manejan es uno de los mayores desafíos de la democracia liberal— la prensa y la industria del entrenamiento, que es la mayor influencia cultural sobre las mayorías.
Bajo autoritarismos las universidades tienden a ser centros de pasiva —y a veces activa— resistencia al poder. La relación entre un poder autoritario y las universidades es difícil —y llega ocasionalmente a ser sangrienta— pero los autoritarismos carecen de la ambición totalitaria que los dotaría del aparato ideológico con mensaje propio que imponer en la academia. Insisto, por más que repriman carecen tanto de ideología como del aparato político con el alcance y la vocación de largo plazo de los totalitarismos. Lo importante en esos casos es cual sea la orientación ideológica de las fuerzas intelectuales más o menos contenidas y el alcance de la represión autoritaria sobre la academia.
En los totalitarismos la historia es otra. La vocación del poder total, la fantasía del hombre nuevo y los aparatos de influencia cultural y política muy anteriores a la toma del poder sí permiten a los totalitarismos exterminar toda resistencia en los campus para transformarlos en centros de adoctrinamiento. El problema es que el totalitarismo es un esfuerzo antinatural agotador, incluso para su propia maquinaria criminal, hay grietas, disidencias y resistencia subterránea. La pregunta es qué papel juega en los campus. Y que tan efectiva es ahí la represión totalitaria. Lo que dependerá mucho del grado en que la futura maquinaria criminal hubiera logrado o no prevalecer, no solo con sus ideas sino con sus prácticas en las universidades, antes de tomar el poder.
Los campus de la muerte
Sí, dije campus, no campos. Y sí, es en una metáfora, pero una que describe la acción preparatoria de su literal materialización futura. Cuando las universidades, en sociedades más o menos democráticas, caen bajo el control de ideólogos del totalitarismo socialista ocurren, en mayor o menor grado, dos cosas:
- Se transforman en centros de adoctrinamiento ideológico totalitario.
- Y también en centros entrenamiento en prácticas totalitarias.
Antes de tomar el poder pueden imponer ahí —casi sin límites— sus prácticas de censura, persecución, asesinato moral, e intolerante violencia contra la razón y la verdad. Expulsando agresivamente de espacios institucionales que controlan a quién se atreva contradecirles.
Ese y no otro era el ambiente de las universidades hispanoamericanas desde mediados del siglo pasado. Ese y no otro —en mayor o menor grado— ha sido el ambiente universitario que ha precedido a la mayoría de las grandes y pequeñas dictaduras totalitarias. Y ese y no otro, es el ambiente y la cultura política de los campus universitarios de los EE. UU. hoy. Ahí está la génesis de la violencia de ultraizquierda en las calles, del sesgo en los medios, de la toma socialista del partido demócrata. Ahí la semilla de una amenaza que va del terrorismo domestico de ultraizquierda, integrado en redes criminales internacionales, al complejo globalista anti-mercado que ve en la existencia misma de los EE.UU. la mayor dificultad para imponerse sobre occidente.
La clave es la doble moral en discurso y prácticas. Lo que el marxismo siempre practicó. Y que a mediados de los años 60 del siglo pasado Herbert Marcuse teorizó más abiertamente al afirmar que:
“…lo verdaderamente positivo es la sociedad del futuro que como tal está más allá de toda definición y determinación, mientras que lo existente positivo es lo que ha de ser superado […] Libertad es liberación, un específico proceso histórico en la teoría y en la práctica […] tolerancia no puede ser indiscriminada e idéntica con respecto a los contenidos de expresión, ni de palabra ni de hecho; no puede proteger falsas palabras y acciones erróneas que de manera evidente contradicen y frustran las posibilidades de liberación […] la distinción entre verdadera y falsa tolerancia, entre progreso y regresión puede hacerse racionalmente sobre fundamentos empíricos […] es posible definir la dirección en que la generalidad de las instituciones, orientaciones políticas y opiniones tendrían que cambiar […] es posible identificar políticas, opiniones, movimientos que crearían ésta posibilidad, y aquellas que harían lo contrario. La supresión de lo regresivo es un requisito previo para el fortalecimiento de lo progresivo […] la tolerancia liberadora significaría intolerancia hacia los movimientos de la derecha, y tolerancia de movimientos de la izquierda. En cuanto al objetivo de esta tolerancia e intolerancia combinadas […] se extendería a la fase de acción lo mismo que de discusión y propaganda, de acción como de palabra…”
En esos u otros términos, es la doble moral de la aspiración totalitaria en que profundamente creen —lo admitan o no— todos los socialistas.