Sí, todo socialismo es censura, adoctrinamiento y represión. Eso y poco más. Aunque difieran las variantes del socialismo, en ninguna faltó o faltará censura, adoctrinamiento y represión. No es algo que se limite a totalitarismos revolucionarios asesinos de millones en genocidas hambrunas e interminables archipiélagos de campos de concentración pletóricos de inocentes explotados hasta la muerte. Todo socialismo, por democrático y liberal que pretenda ser, realmente es censura, adoctrinamiento y represión, mejor o peor encubiertos, más o menos intensos, según las circunstancias de cada caso permitan.
Los socialistas demócratas que pretenden adoptar la tradición liberal simplemente emplean sus términos vaciándolos de contenido para imponer formas disfrazadas –más o menos sutiles– de intolerancia, adoctrinamiento y censura. Ni siquiera tienen que estar en el poder, se ve temprano entre ellos –y contra sus enemigos– cuando son grupúsculos insignificantes que apenas pueden soñar alcanzarlo. Siempre hay censura, adoctrinamiento y represión puertas adentro en sus partidos y organizaciones.
Incluso el más admirado movimiento político socialista del siglo pasado, el marxista y revolucionario CNA de Mandela –del que cualquiera que señale crímenes será falsamente tildado de racista– dio, mucho antes de llegar al poder, muestras de violación de derechos humanos, brutal adoctrinamiento, censura y represión que en sus campos de entrenamiento en Tanzania y Angola incluyó la tortura y asesinato de algunos de sus propios militantes. Sus métodos son similares a los de la brutal policía política del régimen del apartheid, pero aprendidos en Moscú y Berlín Oriental.
Es consustancial a toda organización socialista, al punto que se ve en sus grupos informales –es algo de lo que no pueden desligarse sin dejar de ser socialistas– porque el socialismo en primera y última instancia es un anhelo de retorno al más primitivo estado de la especie humana. El socialismo es el reclamo ancestral del orden tribal más primitivo posible, aquel en que apenas se pudiera diferenciar al hombre del chimpancé, el de minúsculos y muy primitivos grupos de cazadores y recolectores casi completamente carentes de tecnología y cultura.
Este orden es tan primitivo como ideal de quienes pretenden ser el pináculo de la civilización en la plenitud religiosa del fin de los tiempos, es más que una simple contradicción, más que un absurdo oculto en palabrería, más que una rebelión contra la razón y la propia naturaleza humana, en nombre de la animalidad también subyacente en el hombre: es la búsqueda de un orden social en el que la sumisión y la obediencia se fundan en un colectivo primitivo en el que apenas exista individualidad, en el que desaparezca en todo lo posible la diferencia y en el que todos los frutos de la civilización se extingan. Y lo es pretendiendo ser todo lo contrario, algo que únicamente se puede creer por una fe fanáticamente irracional en el absurdo sostenido en la mentira.
El socialismo es la peor y más peligrosa locura pretendiendo imponerse como normalidad por la fuerza, por lo que no es raro que en sus totalitarismos más completos algunos opositores o disidentes políticos fueran diagnosticados como enfermos mentales y “tratados” como tales. A fin de cuentas, existía ya a principios del siglo pasado un dogma proclamado y difundido como ciencia de la enfermedad mental, que lo había propuesto.
Como explica en Tiempos Modernos Paul Johnson: “De hecho, Freud mostró signos del carácter de un ideólogo mesiánico en el siglo XX en su peor expresión, tales como la tendencia persistente a considerar a quienes discrepaban con él seres a su vez inestables y necesitados de tratamiento. Es así como el rechazo de la jerarquía científica de Freud por Ellis fue desechado como ‘una forma sumamente sublimada de resistencia’. ‘Me inclino’ escribió a Jung, poco antes de la ruptura entre ambos, ‘a tratar a los colegas que ofrecen resistencia exactamente como tratamos a los pacientes en la misma situación’. Dos décadas más tarde, el concepto que implica considerar que el disidente padece una forma de enfermedad mental, que exige la hospitalización compulsiva, habría de florecer en la Unión Soviética en una nueva forma de represión política”.
Que lo repitieran todos y cada uno de los totalitarismos socialistas siguientes no es principalmente hipocresía para disfrazar la represión totalitaria –la hipocresía socialista cuando necesita disfrazar su represión inventa y “castiga” delitos “comunes” en lugar de locura–. Atribuir enfermedad mental al no socialista es algo que realmente creen –un paradójico síntoma de su propia locura– como resultado lógico del que, para un salvaje fanatizado por el adoctrinamiento, no puede ser sino adorador de la máquina criminal empeñada en someter a la moral tribal una sociedad a gran escala. No compartir su sumisión al poder socialista y sus discursos es tan escandaloso, tan diferente, y le pone ante un espejo de humanidad real tan insoportable, que no lo puede ver como otra cosa que un síntoma de locura.
También lo suelen explicar como maldad. Mediante lo que los sicólogos denominan proyección, los socialistas atribuyen falsamente “maldad” a todo lo que se les oponga en primera instancia. Y no excluye atribuirle a sus contrarios bajeza moral, doblez, poca capacidad intelectual y la ya citada enfermedad mental en la que resumir todo lo anterior como “enfermedad”. La peculiar enfermedad mental de oponerse al socialismo, o simplemente señalar sus contradicciones y absurdos, sería misteriosamente contagiosa. Por ello la “rehabilitación” en sistemas carcelarios socialistas es similar a ciertos tratamientos psiquiátricos.
Todo socialismo en el poder en una máquina de lavado de cerebro –no otra cosa es su adoctrinamiento– y lo que no sometan sus escuelas, lo someterán sus cárceles y campos de concentración. La falta de los últimos es lo que desesperadamente intentan corregir los socialistas democráticos instaurándolos, poco a poco, bajo muy imaginativos disfraces. Es eso y no otra cosa, lo que explica la tardía y desesperada hemorragia de leyes de todo tipo para judicializar y “reeducar” cada vez más diversas expresiones de disidencia ante el consenso socialdemócrata.