Advertía Juan de Mariana en De Rege et Regis Institutione que “(…) las leyes son vanas si no se establecen con un poder más fuerte que el que tiene aquel que ha de obedecerlas”. Refiriéndose principalmente a las que limitan el poder del gobernante. Asunto de actualidad en mi país, aunque el común de mis compatriotas considere vano reflexionar sobre Estado de Derecho, propiedad y libertad en una tierra degradada material y moralmente por 17 años de socialismo radical –precedido por décadas de socialismo moderado abriéndole involuntariamente paso– Pero se equivocan porque del rechazo voluntarista de intelectuales y mayorías a límites civilizados al poder nació la tragedia venezolana.
- Lea más: Cuando el socialismo quiere quitarnos la libertad, nos inunda de derechos: Fernando Nogales
En Venezuela se impuso un experimento revolucionario que en menos de dos décadas ha destruido más de dos tercios de la economía hundiéndonos en miseria, escasez, hambre, enfermedad y violencia. La tragedia ocasionada por el chavismo es el último y peor capítulo de la ocasionada por el precedente socialismo moderado. Para mediados del siglo pasado Venezuela exhibía uno de los mayores ingresos per cápita del globo, junto con estadísticas de capital por trabajador, actualización tecnológica, salubridad, salud y prosperidad propios de un país desarrollado. Al llegar al poder quienes hoy gobiernan, había descendido ya a relativamente pobre país tercermundista en que el Estado controlaba sectores estratégicos y exportaciones.
Venezuela parecería una tierra de paradojas y contradicciones, si vemos que a su gobierno unos lo califican de posmoderna dictadura totalitaria y otros de avanzadísima democracia socialista participativa y protagónica. Pero lo cierto es que pisoteada a capricho por el socialismo en el poder toda formalidad democrática que le estorbase; lo que tenemos son 17 años de creciente autoritarismo en camino al totalitarismo. Autoritarismo que alcanzó la dictadura hace poco más de un año, al tiempo que perdía su previo apoyo mayoritario y se atrevía a suspender, retrasar o adelantar y manipular tiempos y reglas de cada elección a conveniencia.
Lo que para efectos de propaganda exterior aparenta tácticamente conservar de formalidad democrática de poco o nada sirve para defender realmente derechos y libertades de una ciudanía que equivocadamente apoya en su casi totalidad a políticos socialistas, gobernantes u opositores, que creen que por votación mayoritaria serían del soberano “los bienes de sus vasallos”. Es doloroso admitir que poco importa finalmente quien, quienes o cuantos sean formal o materialmente ese soberano. Una vez admitido su poder ilimitado, es cuestión de tiempo el uso de anónimos informantes para perseguir, encarcelar y enjuiciar personas acusándolas de la mera intención de obstaculizar al poder “revolucionario”, o de ser causantes por acción u omisión de aquello sobre lo que ni tenían, ni podían tener control. Así como incautar, ocupar y expropiar a capricho cualquier propiedad.
Aquí el máximo tribunal anuló al poder legislativo y se auto asignó sus funciones cuando el partido del gobierno perdió de manera imprevista una mayoría legislativa. Aquí, toda autoridad electa que no responda al socialismo en el poder es desposeída o anulada. Aquí se “eligió” una constituyente monopartidista e ilegitima contra letra y espíritu de la constitución, por “elección”, reglamentada especialmente para forzosa victoria del gobierno y efectuada sin más candidatos que los del propio gobierno. Esa asamblea monocolor emite aquí leyes y sentencias, destituye funcionarios electos o nombrados, nombra funcionarios asumiendo funciones para-legislativas y para-judiciales contra la Constitución vigente. Y mientras se declara todopoderosa nos muestra la más abyecta sumisión al Ejecutivo.
Un día afirman que mantienen la “independencia” de poderes, otro, la unidad de la ideología y el partido sin “formalidades burguesas”; es siempre lo segundo. El aparente apego a constitución y leyes pasa por su “interpretación” a conveniencia circunstancial del poder revolucionario por su máximo tribunal. En Venezuela hace muchas décadas que no hay Estado de Derecho –quizás nunca imperó–, pero teníamos un Estado de legalidad que desapareció por voluntad e ideología de la revolución. Con una oposición no muy alternativa ideológicamente y bastante obstaculizada material y legalmente. Tenemos la apariencia de libertad de expresión en una cada vez más débil y escasa prensa relativamente independiente, siempre con riesgo de represalias oficiales u oficiosas. Y antes de la ley de odio no faltaron cárceles y torturas para quienes desearon en alguna red social la muerte o la enfermedad a altos líderes del gobierno, el partido, o sus familiares.
“Deseos no preñan” dice el viejo refrán que no cree en quienes deciden castigar incluso la presunta intención en su contra, y “legislan” una ley “contra” el odio para control político, cuando son incapaces de reducir una violencia delictiva común y politizada de las peores del mundo. Quizás por vivir en una tierra que sufre tal tragedia no es sobre constituciones, división de poderes, pesos y contrapesos; o los problemas que para garantizar la libertad han surgido tras poco más de un par de cientos de años de aplicar la división de poderes cuya mejor expresión teórica presentó en su momento un aristócrata como Charles-Louis de Secondat, Baron de La Brède y de Montesquieu, sobre lo que primero pienso en torno al Estado de Derecho; es sobre lo que las personas comunes y corrientes entienden sobre el mutuo respeto a reglas en cuya validez moral y conveniencia para la convivencia social afirman coincidir. Cuando de hecho las rechacen, sufrirán un deterioro en la capacidad de cooperación sin la que la convivencia civilizada y la institucionalidad que permite la prosperidad son imposibles.
Nuestro problema es una errónea convicción moral mayoritaria con motivos viles que alcanza a ser casi un consenso moral; uno que acepta activa o pasivamente el abuso de poder, uno en que toda ley tendrá menos poder que el de los muchos o pocos, que dispongan del necesario para violarla impunemente. Una tierra sin ley será siempre una tierra de violencia y miseria. Y la peor miseria se alcanza cuando el poder encuentra justificaciones ideológicas para la barbarie, como ocurre en todo socialismo revolucionario.