
En la adolescencia me impresionaba la adscripción de mis profesores al socialismo. No era raro. La casi totalidad de intelectuales, el promedio de sacerdotes, políticos y gente común coincidían en que el socialismo era bueno. Los socialistas discutían violentamente que era y que no era socialismo. Desconocían todo fuera de sus panfletos. Su formación eran consignas repetidas. Aparte de negarse unos a otros la etiqueta de socialista y de ignorar casi todo sobre aquello en lo que depositaban su fe. Coincidían en creerse superiores al resto y considerar su ínfimo conocimiento definitivo e indiscutible. También en odiar lo que creían capitalista. A envidia de la riqueza ajena, odio al pequeño comerciante de la esquina, más que al gran industrial o banquero, se reducía la extendida simpatía con el socialismo.
A mí me agradaban los empresarios que conocía. Pero estudié a teóricos de diferentes corrientes socialistas. Mientras más se estudia a Marx, menos sentido tiene. No es diferente con otros teóricos marxistas. Ni socialdemócratas, fabianos, laboristas, o socialistas religiosos antiguos y modernos. El socialismo, en tanto más se le estudia, más se revela como resentido empeño en justificar algo impracticable y destructivo. Choca descubrir tanta maldad tras lo que venden como bien supremo. Absurdo en lo que llaman ciencia superior y definitiva. Y entender que no traerá sino miseria el intentarlo.
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Al leer a quienes los autores socialistas insultaban y ridiculizaban, descubrí que rara vez pasaban del insulto como “refutación”. Y que cuando lo intentaban, rara vez pasaban de distorsionar torpemente a esos autores. Resumir algo largo, complejo, y variado, especialmente para refutarlo, arriesga cargar sesgos propios. Pero la deshonestidad intelectual es más que eso. Disfruté estudiar autores que explican la sociedad y sus fenómenos mejor que los socialistas. Concluí que los liberales eran los más acertados. Y los más denostados. Tropecé pronto con cuatro libros de cuatro fascinantes autores que cambiaran mi forma de ver el mundo. Derecho, Legislación y Libertad de Friedrich Hayek, La envidia y la sociedad de Helmut Shoeck, Del Buen salvaje al buen revolucionario de Carlos Rangel y la novela de Ayn Rand, La rebelión de Atlas. Desde entonces he estudiado un poco más. Y releído muchas veces textos importantes. La perspectiva para descubrir más en cada relectura me la dieron autores clásicos. Sentí que no comprendía nada antes de leer a Aristóteles. Los socialistas decían más –aunque mucho peor– tras leer a Platón. Hayek era más claro tras leer a Cicerón.
Mi temprana conclusión sobre el socialismo fue que se reducía a resentimiento y doble moral. Y todavía busco algo más ahí. Sin encontrarlo. Nunca deje de estudiar a los socialistas. Intento entender por qué ideas tan obviamente erróneas y evidentemente impracticables son tan populares. Como estudio liberalismo para comprender la realidad social. Y todo lo que en algo ayude a entender el mundo. Mientras más se estudia, más ignorante se descubre uno. Una nueva respuesta da lugar a varias nuevas preguntas. Y en el trabajo de autores eruditos se cita un océano de textos que no hemos leído. El conocimiento de la propia ignorancia crece en la medida que sea más lo poco que sabemos. Únicamente quien ignora demasiado cree saber mucho.
De mi primera conclusión sobre el socialismo al presente en que el país en que vivo se hunde en la miseria de una revolución socialista, si algo he confirmado en teoría y experiencia, en libros y filas del racionamiento. Es que el absurdo socialista, en todas sus infinitas variantes y corrientes, se reduce finalmente al envidioso resentimiento contra la riqueza. Las teorías socialistas son justificaciones de la doble moral que practican sus creyentes. Cuando se entiende eso, se comprende que dicen realmente los socialistas cuando hablan de paz. Y por qué el socialismo nunca dará otro fruto que miseria material y moral. Creen en su idea como el bien absoluto y en las contrarias como maldad absoluta. Creen que su idea es la revelada verdad completa y perfecta. Y todo lo demás mentira y maldad. Creen en la inevitable victoria del socialismo y en la justicia absoluta de su inviable orden social. Y creen en imponerlo a cualquier coste. Desprecian profundamente la individualidad. Por eso son capaces de justificar el crimen, glorificar al criminal y exterminar al inocente. Orwell lo conoció de primera mano y lo describió en su ficción literaria con el “doblepensar” y la “neolengua” de su novela 1984.
Herbert Marcuse lo teorizó muy abiertamente:
“…lo verdaderamente positivo es la sociedad del futuro que como tal está más allá de toda definición y determinación, mientras que lo existente positivo es lo que ha de ser superado […] Libertad es liberación, un específico proceso histórico en la teoría y en la práctica […] tolerancia no puede ser indiscriminada e idéntica con respecto a los contenidos de expresión, ni de palabra ni de hecho; no puede proteger falsas palabras y acciones erróneas que de manera evidente contradicen y frustran las posibilidades de liberación […] la distinción entre verdadera y falsa tolerancia, entre progreso y regresión puede hacerse racionalmente sobre fundamentos empíricos […] es posible definir la dirección en que la generalidad de las instituciones, orientaciones políticas y opiniones tendrían que cambiar […] es posible identificar políticas, opiniones, movimientos que crearían ésta posibilidad, y aquellas que harían lo contrario. La supresión de lo regresivo es un requisito previo para el fortalecimiento de lo progresivo […] la tolerancia liberadora significaría intolerancia hacia los movimientos de la derecha, y tolerancia de movimientos de la izquierda. En cuanto al objetivo de esta tolerancia e intolerancia combinadas […] se extendería a la fase de acción lo mismo que de discusión y propaganda, de acción como de palabra…”
En esos u otros términos, es la doble moral en que profundamente creen –lo admitan o no– los socialistas.