De repente los españoles nos hemos dado cuenta de que ha vuelto la inflación y que no es cosa pasajera, pese a lo que afirman las autoridades. Algunos veníamos anunciándola a la vista de la política monetaria permisiva aplicada por los bancos centrales de EE. UU., Inglaterra y Europa. Sin embargo, el común de los expertos decía que no había inflación o que sería un fenómeno pasajero. Así demostraban ignorar qué es lo que trae esas subidas continuadas de precios al consumo; o, dicho de otra manera, qué es lo que causa la pérdida continuada del poder adquisitivo del dinero.
Para no perdernos en este laberinto necesitamos un hilo conductor que nos lleve a la salida. Este hilo de Ariadna es una correcta teoría de la inflación. Tal es la que acabó de consagrar Milton Friedman en 1956 al decir que “la inflación en todos tiempos y lugares es un fenómeno monetario, en el sentido de que ocurre cuando la cantidad de dinero aumenta más deprisa que la producción”. Hay inflación cuando la autoridad persiste en emitir más dinero del que corresponde al crecimiento de la economía real.
Esta teoría cuantitativa recibe muchas críticas, en especial de los que gobiernan los bancos centrales, que no quieren que se les cargue con la responsabilidad de las inflaciones. Es comprensible el deseo de librarse de esa tacha, pues las pérdidas continuas de valor del dinero causan graves daños a quienes viven de ingresos fijos y de pensiones; o encuentren difícil conseguir que sus sueldos aumenten a la par que los precios; o perciben salarios cercanos al mínimo legal —es decir, los más pobres—.
Los gobiernos intentan evitar estos daños ligando las pensiones al coste de la vida, o fomentando la acción sindical, o elevando repetidamente el salario mínimo interprofesional. Por desgracia, los remedios son peores que la enfermedad. Las subidas de las pensiones obligan a aumentar impuestos, algo inoportuno en tiempos de difícil recuperación como los actuales. La acción sindical favorece principal o exclusivamente a los empleados públicos -y a los cargos sindicales-. Los aumentos del SMI fuerzan el cierre de pequeñas empresas y reducen la demanda de mano de obra por las medianas y grandes. Mejor sería que no hubiera inflación, pero eso está en manos de los prebostes de la Reserva Federal en Washington o los mandamases del Banco Europeo en Fráncfort.
En EE. UU. la Reserva Federal ha permitido crecimientos de la oferta monetaria, es decir del dinero en circulación, muy por encima de lo que puede crecer la economía. En efecto, la oferta monetaria (en forma de monedas, billetes, depósitos en los bancos comerciales) ha venido aumentando allí desde agosto de 2020 a tasas anualizadas de más de un 23,1 por ciento, hasta culminar en un 27,1 por ciento en febrero de este año. Esa expansión irresponsable ha empezado a contenerse, pero aún ha sido del 12,1 en julio. En Europa, el crecimiento de la oferta monetaria ha ido moderándose, del 9,2 en abril del presente año al 7,6 por ciento en julio. El resultado es que en EE. UU. los precios están subiendo a tasas del 5,4 y en la zona euro del 3,3 cuando el objetivo de inflación para ambas economías es de un 2 por ciento anual.
He dicho que la teoría cuantitativa es objeto de muchas críticas. La primera es que las alzas de precios se deben a la reactivación de la demanda después del parón del COVID-19. No entiendo bien por qué han de subir los precios cuando la demanda a duras penas vuelve al nivel anterior y hay tanto recurso desempleado. La segunda es que no hay una relación automática entre la oferta monetaria y el nivel de precios. Cierto que esa relación no es mecánica, aunque sí es observable en el largo plazo. La razón del desajuste entre dinero y precios en el corto y medio plazo es que los temores de individuos y empresas hacen que ahorremos más de lo normal sin que esos ahorros se inviertan en procesos productivos.
Una tercera crítica consiste en decir que la inflación es sólo aparente cuando se disparan algunos precios llamativos, como el de la luz, pero que pronto se estabilizarán. Por eso, nuestros banqueros centrales consideran necesario convencernos de que estas alzas de precios son ‘puntuales’ como se dice ahora. Pero el hecho es que inflación, haberla hayla, como dicen de las meigas en Galicia. Nada se arregla con sólo evitar ‘efectos de segunda ronda’, es decir, evitar nuestros intentos de forzar aumentos de nuestros ingresos para evitar pérdidas de poder adquisitivo. Como si no hubiera ya efectos de segunda ronda con los aumentos automáticos de las pensiones cuando sube el IPC…
En una crisis económica como la del COVID, los bancos centrales tienen la obligación de acudir en ayuda de las instituciones que pastorean para evitar la quiebra del sistema financiero. Personalmente, no creo que deban responsabilizarse también de la marcha de la economía en su conjunto. Eso es tarea de los gobiernos, que tendrán que decidir a quién prestar ayuda y qué reformas realizar, para facilitar la recuperación de empresas y trabajadores por sus propias fuerzas. Sea esto como fuere, de lo dicho aquí se deduce una conclusión de gran importancia: que los bancos centrales deben mantenerse atentos a los indicadores monetarios (cosa que no hacen), para que las cuantiosas sumas con las que buscan rescatar las economías no se vayan por el sumidero de la inflación.
Pedro Schwartz es presidente del Tribunal de Defensa de la Competencia de Madrid y Profesor de Economía de la Universidad San Pablo CEU.