Por Washington Abdala
El drama político argentino, si somos rigurosos, no es argentino sino americano, sucede que como ellos suelen ser frontales, autodestructivos y con síndrome Estocolmo —como sociedad— parecería que son los únicos en tener esas patologías pero eso no es cierto.
Está lleno de países en América del Sur y América Central que viven en el precipicio eterno de la fragilidad democrática, con regímenes institucionales débiles y con sistemas de corrupción aceitados desde hace décadas que les envilecen la vida en sociedad. Inclusive las democracias consolidadas tuvieron (y tienen) empresas trasnacionales que motorizaron (y motorizan) el modelo corrupto “porque no había otra opción” y así pagaron “comisiones” eternas en la región. Muchas de las empresas “moralistas” europeas que se llenan la boca hablando de sus logros empresariales —en la región— aplicaron reglas que en sus propios países serían impensadas.
El tema, además, viene de larga data: nos mentimos desde la historia misma con los “libertadores” hasta en lo que verdaderamente somos o fuimos. Muchos “libertadores” no lo fueron realmente, tuvieron un rol histórico significativo para nuestros países, pero muchos de los admirados fueron monárquicos y jamás pensaron de otra forma. Quiere decir que la “mitologización” y el uso de inventos históricos para construir un relato heroico se hizo a gusto y conveniencia del poderoso de turno. Simón Bolívar es el mejor ejemplo de esto. Usado por los partidos políticos de la era previa a Hugo Chávez, luego por el propio Hugo Chávez y ahora casi transformado en el paladín de los usurpadores con el lúgubre señor Nicolás Maduro a la cabeza. Simón Bolívar le sirvió a Carlos Andrés Pérez, a Rafael Caldera y al chavismo. Es cierto, los actuales se apropiaron de su fogonazo histórico y son los “bolivarianos” con lo cual hundieron para siempre en el fango del entrevero histórico al personaje. Cuando Venezuela cierre este ciclo demencial, ojalá haya tiempo y madurez para apreciar al verdadero Simón Bolívar, que por cierto, no es el de la serie de Netflix sino un personaje ciertamente más complejo, profundo y significativo que los que nos dispensan los medios o los sátrapas de turno.
Sigamos. Tampoco construimos “repúblicas” de verdad en el continente como debería ser una “república”, sino que elaboramos intentos de ellas. Algunos países con más éxito que otros; otros con más empeño que algunos. En realidad, las repúblicas americanas son más parecidas a las griegas donde unos pocos discutían en las plazas, un consejo de ancianos definía bastante y muchos ni siquiera tenían alguna incidencia en nada. Claro, como la idea de república arrancó en Grecia, también la mitologizamos, pero la verdadera noción de república como ámbito democrático, participativo, integrador y productor de respuestas omnicomprensivas dentro del Estado de bienestar es un asunto de unas pocas décadas nacido a posteriori de la segunda guerra mundial. Esa es la verdad, el resto son cuentos que nos hacemos para creernos lo que no es cierto y hablar pavadas en los medios de comunicación para llenar espacios banales.
Para que haya verdaderas repúblicas tiene que haber separación de poderes real, pueblo participando sin direccionamiento alguno y absoluta libertad instalada sin restricciones. Esa no es la regla de muchos de nuestros países que buscan ir en esa línea pero tienen “élites” que siguen medrando al cobijo del oscuro laberinto del autoritarismo latente, nunca explícito.
Cada uno sabrá qué país está en qué lado: los que quieren transparentarse y los que se oscurecen. Y cada uno sabrá si los políticos, los empresarios, los gremios o los militares son los grupos que manejan más (o menos) a una nación. El neomaquiavelismo está vivo, presente y cada día es más representativo de lo que somos. Los genios de Gaetano Mosca, Vilfredo Paretto, James Burham y Wright Mills lo inventaron todo y nadie les reconoce su sabiduría.
Tenemos un mundo plagado de neomaquiavelismo y, sin embargo, no terminamos por advertir lo obvio: hay países en los que un comunicador-empresario es más poderoso que un ministro; hay países en los que una figura de la farándula moviliza más adhesión que un presidente; hay países en los que las canciones que se cantan representan más la realidad social que los relatos de los secretarios de Estado; hay países en los que los militares siguen siendo el poder final a quien todos consultan, en fin, en todos esos países al producirse asimetrías de ese tenor queda claro que no son democracias plenas. Son democracias cojas.
No terminamos de construir gobiernos que la gente los perciba “representativos” porque hay microminorías que manejan por detrás al poder de turno. Inclusive, tampoco asegura que las mayorías actúen con calidad democrática básica, porque las exigencias de representatividad van más allá de una buena votación. En tiempos de teléfonos móviles, la vida está más allí que en otros lados.
Giovanni Sartori siempre nos desafiaba a pensar estos asuntos diciendo “¿cuándo hay verdadera democracia?”. Y terminaba espetando una regla simple: si hay elecciones libres, abiertas y participativas, hay democracia.
Parecerá una simpleza, pero a esta altura de la vida, con algunos años recorridos en la región, creo que tenía razón. Al final del camino si se vota, si se cambia a quien se siente representativo, eso hace al piso elemental de la democracia, no mucho más. Lo otro lo hemos aprendido con la nueva agenda de derechos que hay que internalizarla día a día. Y la economía, que no puede disociarse de la vida de los pueblos, porque si es así la democracia se vacía en dos segundos.
Hace unas semanas estuve en algunas partes de América Central. Quise conocer las maravillosas aguas del Caribe, verlas, tocarlas, me habían dicho que aquello era la magia pura. Pues donde fui, el zargazo hizo su obra y todo lo estropeó. No había agua transparente, hoteles vacíos y yo mirando un mar amarronado donde —me cuentan— antes había un mar paradisíaco. El medio ambiente vino para quedarse como agenda. En Europa es el tema de movilización de los más jóvenes, que se avivaron que los más viejos les hicimos añicos buena parte del planeta. Tienen razón en recriminarnos y patearnos la cabeza. Este es el mundo actual, donde los viernes las masas se mueven por el planeta, donde las bolsas de plástico son un asesino serial.
Los temas de género son otro dato de la realidad. Las mujeres ya no reclaman sino que vociferan a viva voz que sus derechos se consagren. Ya basta de retórica sino de hechos. Los derechos femeninos vinieron para ser respetados. Y ser respetados es consagrarlos, efectivizarlos y hacerlos realidad en sueldos y participación. No alcanza con decirles que tienen razón y luego embromarlas con reglas pícaras que las terminan sacando de la escena. Lo que ganan bajo los reflectores lo pierden detrás del telón. No es así la cosa.
Y así con muchos temas más. Es decir, la democracia, sí son votos, sí es república, pero también es la nueva agenda temática de preocupaciones humanas y con economías sanas que no permitan el hundimiento y la crisis permanente. Los que conjuguen mejor eso con el combate a la pobreza y aceiten mejor la movilidad social serán los ganadores. Los que entiendan que las élites deben ser atendidas porque de manera oculta mueven los hilos superará el presente.
No tiene demasiado misterio el asunto, las orientaciones están claras y quien las capte ganará como en el juego de la oca.
Quien se quede perdiendo tiempo, será devorado por la calle movilizada, la gente enojada y mil maneras novedosas de decirle “no” al poder de turno.
Querer ser político hoy es solo para gente que quiera “servir”, que sepa cómo hacerlo y que tenga el coraje de eso. Además, tendrá que sintonizar con la gente para vivir “para” la gente y no “de” la gente. Las ciudadanías tienen un sensor que sabe captar quién las quiere usar, al principio se hacen las tontas, pero luego siempre está la guillotina a la vuelta de la esquina.
Washington Abdala es abogado, escritor, docente de Ciencias Políticas en Uruguay y representante de la Secretaría General de la OEA en el diferendo de Guatemala y Belice.