Por Miguel Ángel Latouche
Vivir en Venezuela se ha convertido en una aventura peligrosa. No es casual que un número importante de nuestros compatriotas haya asumido como opción esa que los lleva a irse del país en un exilio obligado o voluntario. Uno podría llegar a decir que para los venezolanos, que nunca hemos sido migrantes naturales, que tenemos un profundo arraigo a la tierra, es tan difícil irnos como quedarnos. Hace unos pocos días una amiga me comentaba que aunque le costaba mucho estar acá en medio de la locura que nos caracterizas como sociedad no podría irse nunca porque no se sentía capaz de dejar a sus hijos.
La escena se repite de manera recurrente. Hay estudiantes o recién egresados que hacen largas colas para certificar sus programas o títulos a los efectos de llevarse sus papeles en la aventura de irse al exterior en busca de una mejor suerte. No es fácil vivir en un país en el cual el futuro se encuentra hipotecado.
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Lo cierto es que los venezolanos hemos visto cómo en los últimos años se ha reducido la calidad de nuestra vida. Vivimos en medio de una destrucción generalizada que nos ha llevado a convertirnos en un país pobre. Vivir en Venezuela es una aventura de supervivencia que se juega en múltiples niveles. Por una parte vivimos asediados por el hampa. La delincuencia se ha convertido en un problema generalizado. No es extraño abrir el periódico o escuchar en las noticias información sobre fallecidos por hechos violentos, pero no lo es menos, recibir información sobre robos o hurtos.
El país está lleno de zonas grises en las cuales la autoridad del Estado parece no estar presente. No se trata sólo de la presencia de Pranes que dirigen bandas criminales, sino también de la ineficiencia de la policía en el control del orden público. En los últimos años se han implementado un sinnúmero de planes de seguridad sin mayores resultados. Al contrario, la ciudadanía está cada vez más sometida, las calles vacías de actividad, los centros comerciales se han visto obligados a cerrar sus puertas cada vez más temprano. La ciudadanía está rodeada de peligros. En este tiempo de incoherencias la consiga parece ser: sálvese el que pueda.
Es interesante, y trágico, pensar que el Socialismo del Siglo XXI nos ha convertido en una sociedad cada vez más individualista. Los venezolanos solíamos ser muy solidarios, siempre estábamos dispuestos a ayudar a los otros. No es casual que durante la Guerra Civil española muchos migrantes de ese país terminasen residenciándose en Venezuela. Al final de la historia tendríamos que reconocer, por ejemplo, que la Caracas moderna fue construida, literalmente, con la mano de obra que escapó de Europa luego de la Segunda Guerra Mundial. Hablamos de un país receptor, dispuesto a incorporar a otros.
Ese país ha transitado por un camino desconocido. Ese país alegre de otros tiempos se ha transformado. Los malos tiempos han terminado sacando lo peor de nosotros. Uno tendría que decir que “de aquellos polvos tenemos estos lodos”. La siembra sistemática del odio y el resentimiento ha traído como resultado la construcción de una sociedad que se juega en la desconfianza, en el desconocimiento del otro como interlocutor. Uno de nuestros dramas colectivos es que hemos perdido la capacidad para confiar en el otro, para conversar a los fines de lograr acuerdos.
El asunto es terrible. Está planteada la necesidad de un diálogo que permita reducir la violencia potencial a la que se enfrenta esta sociedad. Un diálogo construido entre actores que tienen perspectivas distintas sobre el país y su situación. En ese contexto se trata de una imposibilidad. Sólo podemos dialogar de manera constructiva con quienes consideramos equivalentes a nosotros desde una perspectiva moral. Esto es problemático en un momento en el cual lo público esta cruzado por el insulto, la descalificación y la desnaturalización del otro. Se trata de convertir al otro en un objeto de burla, se le deshumaniza.
Uno no tiene más remedio que preocuparse cuando observa a un país en riesgo de destruirse a sí mismo en cuanto a nación civilizada. Estamos sometidos a un autoritarismo feroz que no escuchas razones, que cree ciegamente en su versión de la verdad, que no parece dispuesto a llegar a acuerdos de manera pacífica, que desconoce la diversidad, al que le molesta la disidencia y la crítica. Si la democracia requiere del diálogo permanente, entonces tendríamos que realizar una pregunta incomoda: ¿cómo se le llama a quienes no quieren dialogar? Esa es la cuestión. El problema venezolano tiene una dimensión descomunal.
Miguel Ángel Latouche es profesor de la Universidad Central de Venezuela. Director de la ECS-UCV. Doctor en Ciencias Políticas (UCV). Síguelo en @miglatouche.