
English“Las políticas de libre mercado pueden generar un boom económico”, me dice un estudiante de urbanismo en un café universitario. “Pero así habrá aún más carros y más tráfico en Bogotá. ¿Por qué votaría alguien por los libertarios?”
Como candidato a la Alcaldía de Bogotá por el movimiento Libertario, cualquier debate con diseñadores urbanos, planificadores centrales, por naturaleza, debería ser territorio hostil. Pero debajo de mi manga yace un as para contrarrestar la idea de que los reguladores estatales siempre tienen razón, y que la única solución al tráfico en la ciudad, es meter a las personas a la fuerza en buses sobrellenos, como si se tratara de una carga bovina pre-destetada.
“De hecho”, le respondo al estudiante, “los libertarios tenemos el plan más realista y menos costoso para acabar los trancones de manera permanente. Permítame explicar…”
Antes de hacerlo, debo admitir que la pregunta del estudiante es 100% relevante. Poner fin al embrollo diario visto en las vías de Bogotá será, quizá, el mayor de los retos del próximo alcalde.
La congestión es cada vez peor, desde que Enrique Peñalosa, antiguo alcalde y actual candidato, introdujo la desastrosa medida del “pico y placa”, en 1998. Esta política de racionamiento forzoso viola los derechos de propiedad de quien posee un carro, al prohibir que los vehículos con cierto número de placa transiten en ciertos días, y a ciertas horas.
Como es usual, los políticos y los burócratas, al querer coaccionar a la gente para que utilice el transporte público, no tomaron en cuenta las fuerzas del mercado. Gracias a la constante disminución de los precios de los carros, y a la mayor disponibilidad del crédito, cada vez más bogotanos han podido comprar un segundo vehículo, para usar cuando no les es permitido usar su carro principal.
Esto ha generado un incremento gigantesco en el número total de vehículos, el cual subió de 587.000 en 2002, a más de 1.6 millones en 2013. El caso de las motocicletas es el mismo. Hoy, hay más de 400.000 registradas en Bogotá, 10 veces más que hace una década.
Una moto nueva sale a las calles cada cuatro minutos, y frecuentemente causan o forman parte de accidentes de todo tipo, desde choques menores, hasta colisiones mortales.
Pese a que hay más vehículos en circulación cada día, los últimos alcaldes han sido incapaces de reparar una devastada malla vial, donde 68% de las vías arteriales están en mal estado. Tampoco se han construido nuevas carreteras, y esto también ha empeorado la congestión. La velocidad promedio de un vehículo en Bogotá ha disminuido nueve kilómetros por hora en la última década, de 32 a 23 km/h. Pero cuando uno está completamente inmóvil, en medio de un típico trancón bogotano, unos meros 20 km/h pueden parecer la velocidad de la luz, a bordo del Halcón Milenario de Han Solo.
La pregunta, sin embargo, es si el próximo alcalde de Bogotá podrá cumplir la monumental hazaña de mejorar la movilidad en el corto plazo, sin recurrir a más medidas prohibitivas y draconianas, las cuales tienden exacerbar el problema original. Aunque parezca contradictorio, una solución real y relativamente sencilla es la eliminación de los semáforos.
Muchos lectores, y especialmente los planificadores urbanos, replicarán que esta propuesta es chiflada, y que eliminar los semáforos simplemente creará un caos vial aún mayor que el actual. Al que tenga esta objeción le sugiero dirigirse a YouTube y buscar a Martin Cassini, un cineasta británico, cuyos vídeos demuestran cómo y por qué debemos reformar radicalmente el fallido sistema de tráfico actual.
Cassini señala que los semáforos son un “mal innecesario”, el producto de un sistema estatal de control de tráfico que no sólo es ineficiente, sino también altamente peligroso.
Los semáforos, explica Cassini, son “una receta para el peligro” ya que nos obligan a quitar nuestra vista de la carretera. Esto implica infringir la primera regla de la seguridad de tránsito.
Un semáforo en rojo muchas veces nos hace parar, cuando perfectamente podríamos avanzar. Esto es un desafío a la lógica. Un semáforo en verde estimula la velocidad y da una patente de corso para la agresión. Un semáforo en amarillo obliga al conductor que se aproxima, a una velocidad relativamente alta, a tomar una decisión instantánea: o frena en seco, o acelera para ganarle al semáforo. Inevitablemente, esto genera accidentes, muchos de ellos mortales, pues los conductores se equivocan con frecuencia.
En la Ciudad de Westminster en el centro de Londres, por ejemplo, 44% de los accidentes que causan lesiones personales ocurren a causa de los semáforos.
Un lector escéptico podría argumentar que los semáforos, cuando no causan accidentes, por lo menos alivian la congestión. Cassini sostiene lo contrario. Explica que su “iluminación” en cuanto a los semáforos le llegó por coincidencia. Un día, condujo a través de una intersección en Cambridge, sin tener que parar tres veces y esperar el cambio de varios semáforos, como era usual. Al darse cuenta de que los semáforos estaban fuera de servicio, se preguntó si estos podrían ser la causa de la congestión, mas no el arreglo.
Cassini decidió filmar el tráfico en las intersecciones donde los semáforos no funcionaban. Así, pudo confirmar que el flujo del tráfico incrementaba cuando los semáforos estaban dañados, mientras que las mismas intersecciones se congestionaban cuando las autoridades reparaban los semáforos.
El próximo paso fue un experimento oficial en el pueblo costero de Portishead, en el condado de Somerset, donde el Concejo local estuvo dispuesto a apagar varios semáforos en una intersección usualmente congestionada, durante cuatro semanas, en el otoño del 2009.
El cortometraje de Cassini acerca del experimento en Portishead muestra cómo la eliminación de los semáforos,creó una zona de libre flujo de tráfico donde antes había una intersección normalmente congestionada. Normalmente retardaban los viajes cortos, a través del pueblo, en 15 minutos o más. El tiempo promedio de los viajes en Portishead se redujo 50%, y la seguridad de los peatones no se vio afectada.
Contrario a lo que esperaban algunos residentes, deshacerse de los controles de tráfico mecánicos no trajo un “colapso de la civilización”. Los conductores, de hecho, empezaron a parar naturalmente cuando los peatones caminaban al frente de sus vehículos.
Según Cassini, el experimento de Portishead funcionó porque le puso fin al sistema tradicional de la “prioridad”, el cual impone el derecho a la vía de manera inequitativa, por medio de semáforos y otras señales de tránsito. Estas le dan precedencia al tráfico de una vía principal, a costa de los conductores, ciclistas y peatones que se aproximan a la intersección, sobre las vías arteriales.
Al retirar los semáforos, uno crea una incertidumbre positiva en cuanto al derecho a la vía, así que los conductores que se aproximan a la intersección, reducen su velocidad irremediablemente. La intersección se convierte en un “ambiente de baja velocidad”, donde las personas interactúan. Como tal, todo usuario de la vía confluye en armonía al filtrarse de acuerdo con su turno. Esto lo determina quién llega primero a la intersección, pero un factor elemental es la empatía que surge, de manera natural, entre los humanos, cuando somos libres para cooperar unos con otros.
Este tipo de diseño de las vías se ha llamado “espacio compartido”, pero Cassini prefiere el término “Calles de Igualdad”. Cuando se comparte el espacio de manera igualitaria, explica, emerge “una nueva jerarquía”, dominada por los peatones. La razón: los conductores empiezan “a ver a las personas a pie como usuarios de la carretera iguales a ellos, no como meros obstáculos en el camino al próximo semáforo”. Concluye que “si viviéramos de acuerdo con la igualdad, en vez de vivir y morir de acuerdo con la prioridad de las vías principales, la mayoría de nuestros problemas de tráfico desaparecerían”.
El claro éxito de Cassini,con la desregulación del tráfico en Portishead, un pueblo con sólo 22.000 habitantes, se puede considerar insignificante. Cuando Cassini fue invitado al programa Newsnight de la BBC en el 2008, un “consejero para la seguridad del transporte” del Gobierno británico le aseguró que eliminar los semáforos funcionaba únicamente en intersecciones “con un volumen de tráfico muy, muy bajo”.
En el 2011, sin embargo, los partidarios del espacio compartido obtuvieron la oportunidad de demostrar que su modelo de diseño vial podía funcionar en la aldea de Poynton, cerca de Manchester, “un lugar problemático con altos volúmenes de tráfico”, según Cassini. Aunque Poynton no es muy grande, unos 26.000 vehículos, que se mueven entre las ciudades de Manchester y Stoke on Trent, atraviesan su porción central a diario sobre la carretera A523, una ruta arterial principal.
La plazoleta de Fountain Place había sido el corazón de Poynton, explica Ben Hamilton-Baillie, un arquitecto y diseñador de vías. Pero el diseño tradicional de las autopistas la había convertido en “un terreno industrial de nadie, controlado por semáforos”. De hecho, el tráfico incesante desde toda dirección, había hecho que Fountain Place fuera tan hostil para los peatones, que los residentes de Poynton intentaban evitar pasar de un lado de la aldea al otro.
Cuando el Concejo local decidió transformar a Fountain Place en una zona de espacio compartido, no iba a ser suficiente apagar los semáforos. Así que Hamilton-Baillie debió asumir el reto de ejecutar “el esquema de rediseño de vías más ambicioso que ha visto Gran Bretaña”.
Al principio del asombroso cortometraje de Cassini “Poynton Regenerated”, Hamilton-Baillie explica que su meta en Fountain Place es “crear un movimiento del tráfico continuo y de baja velocidad” que no divida la aldea en dos. Su plan es reemplazar los semáforos de la intersección con dos círculos, los cuales no se deben confundir con rotondas tradicionales, que crean un punto de encuentro parecido a una plaza, sin andenes ni bordillos. Aquí, la gente podrá usar sus habilidades naturales para “negociar su movimiento, y permitir que las urbanidades normales de la vida continúen”.
Esto puede funcionar, aclara Hamilton-Baillie, si se instalan “portales” que le anuncien al conductor en la carretera que está a punto de encontrarse con “un cambio de escala repentino y completo”. De hecho, Hamilton-Baillie decidió reducir los carriles de aproximación a Fountain Place de tres, a solo uno, pues los carros necesitan menos espacio para circular a una baja velocidad, mientras que los peatones pueden cruzar calles angostas más fácilmente. Esto significa que uno puede eliminar todo límite de velocidad y duplicar el espacio disponible para los peatones al frente de iglesias, tiendas y casas. Aún así, el tráfico fluirá.
Originalmente, muchos residentes de Poynton ven con escepticismo el esquema de espacio compartido; una señora dice que es “una idea de pesadilla” en una intersección con un volumen de tráfico tan alto. No obstante, Hamilton-Baillie, su equipo, y el Concejal Howard Murray están seguros de que su plan funcionará, especialmente porque ya la han puesto a prueba, usando microsimulación con datos reales del tráfico.
Tras 18 meses de obras, es evidente que los optimistas tenían razón. Una vez se completa el proyecto de espacio compartido, el tráfico comienza a fluir libremente a través de Fountain Place. No hay rastro de la congestión anterior, pero la baja velocidad de los vehículos y la angostura de las calles, les permite a los peatones y a los ciclistas, por primera vez visibles, cruzar rápidamente y con seguridad. La ausencia de los andenes también les permite a las personas con incapacidades físicas, cruzar la calle con mucha más facilidad que en una intersección tradicional.
Más allá del flujo del tráfico, la obra de Hamilton-Baillie integra la Fountain Place a la aldea. La Iglesia de San Jorge y las casas de entramado de madera, al otro lado de la calle, se incorporan al estético paisaje. Como declara Hamilton-Baillie, la iglesia es parte de la aldea una vez más, y deja de ser un “mero apéndice de la autopista”.
Cuando un feo panorama industrial de mediados del siglo XX le cede el paso a una hermosa “zona de interacción social”, uno comienza a ver a Fountain Place como el centro de una pintoresca aldea de la campiña inglesa. Los conductores le dan la vía a los peatones, innatamente, quienes saludan amablemente con la mano. Parece que dónde hay belleza física y mayor tranquilidad, también hay simpatía humana. Uno percibe a una joie de vivre inequívoca surgir sin impedimentos.
El espacio compartido tiene la ventaja adicional de que, al hacer que la gente se sienta cómoda en su entorno, la libera para que mire a su alrededor y camine con desenvoltura. Esto estimula el comercio. En cuestión de meses, 88% de las tiendas de Poynton han visto un incremento en su clientela. Por primera vez, familias jóvenes de otros lugares, consideran irse a vivir a la aldea, según un agente inmobiliario.
Los esquemas de espacio compartido tienen un inmenso potencial económico. Según Cassini, la economía británica pierde 20 mil millones de libras esterlinas al año, a causa de la congestión. Un mayor flujo de tráfico, logrado con menos semáforos, estimularía la economía. Si se tienen en cuenta los altísimos costos de operación de las señales de tránsito mecanizadas, el Reino Unido podría ahorrarse hasta 50 mil millones de libras al año, al acoger las “Calles de Igualdad”.
Cassini dice que, al remover la regulación de tráfico estatal, se facilita el surgimiento de una “anarquía pacífica”. Los partidarios del libre mercado inmediatamente notarán una similitud con la teoría de Friedrich von Hayek del “orden espontáneo”, según la cual un sistema, en este caso el sistema del control del tráfico, se autocorrige naturalmente, y funciona mejor sin la intromisión humana.
Cuando le pregunto a Cassini si sus revolucionarias tesis para corregir el sistema de tráfico son semejantes al liberalismo clásico, me dice que él originalmente describía su filosofía como “vive y deja vivir”. Pero, eventualmente, Cassini cayó en cuenta de que su “crítica de la regulación y su defensa de la sabiduría de la naturaleza humana podrían ser vistas como libertarias” o minarquistas. Sus ideas acerca del tráfico consisten en “permitirle a la naturaleza humana que tome su curso cooperativo”.
Esto, explica, armoniza con un sistema político “de autogobierno con una intervención estatal mínima”, donde los más necesitados reciben apoyo pero, de lo contrario, cada cual es libre de escoger su propio camino.
Para ser exactos, el espacio compartido requiere algo de intromisión, pero esta es mínima y muchísimo menos costosa que operar semáforos y pagar las cuentas de los accidentes que causan. Según Cassini, se necesita un diseño de las vías, que de lugar a un comportamiento civilizado y correcto. Tal rediseño vial debe ir de la mano de un cambio de cultura, por medio de la “reeducación”, de un examen de conducir diferente a los actuales y un nuevo reglamento del tráfico.
Pero el reglamento de Cassini contiene únicamente tres reglas: primero, conducir a la derecha (o ala izquierda, dependiendo del país); segundo, transite con cuidado; tercero, siempre cederle el paso a los demás que han llegado primero, incluyendo a los peatones, y en especial a los niños.
La seguridad de los niños, de hecho, es un elemento central de la filosofía de Cassini. “La mayor crítica al sistema actual de prioridad”, afirma, “es que hace que el niño tenga cuidado con el conductor de un vehículo”, mientras que en una sociedad realmente civilizada la situación debe ser la contraria. “Si uno hace que las calles sean seguras para los niños, serán seguras para todos”.
Los críticos podrán decir que un sistema de tráfico basado en el comportamiento civilizado mas no en la tosca regulación estatal, es factible en lugares como Inglaterra, Suecia u Holanda, donde las reglas tienden a ser respetadas, pero no en el sur de Europa ni en Suramérica, donde los conductores infringen regularmente las normas de tráfico actuales, así sean estas imperfectas. Pero Cassini asegura que “las diferencias culturales son superficiales si se comparan a las similitudes humanas. En el fondo,” dice, “a todos nos motivan el instinto de la supervivencia y el deseo de cooperar”.
En otras palabras, el espacio compartido puede funcionar en Perú o en Bogotá tan bien como en Poynton o en Portishead.
Si las “Calles de Igualdad” generan un mayor flujo de tráfico, crecimiento económico local, y un ambiente más seguro para peatones y ciclistas, ¿por qué no han implementado esquemas de espacio compartido miles de gobiernos locales a través del mundo? Cassini asegura que los políticos que intentan solucionar los problemas de tráfico son propensos a pensar erróneamente que los límites de velocidad y la prohibición a la entrada de vehículos a los centros urbanos son opciones viables.
Con frecuencia, los legisladores y los editores de los medios prefieren deferir a la opinión de “expertos” en tráfico, cuya pericia es cuestionable, o simplemente influenciada por intereses particulares. Esta apatía cuesta vidas y dinero del fisco, y no contribuye en lo absoluto a transformar la calidad de vida de las ciudades.
En Bogotá, si el movimiento Libertario gana las elecciones en octubre —y cada día recibimos más atención mediática— no habrá apatía a la hora de convertir a la capital colombiana en una ciudad de espacios compartidos. Como nota Cassini, las “Calles de Igualdad” son perfectamente viables en zonas con altos volúmenes de tráfico.
En últimas, la lucha en contra de los semáforos es parte de la batalla mayor a favor de la libertad humana. Como le explica a Cassini la experta en neurociencia Susan Greenfield, los semáforos son “una metáfora muy primitiva de que somos regulados, inspeccionados y mandados en vez de que se nos permita controlar nuestro propio destino”.
El espacio compartido demuestra que las políticas liberales clásicas o libertarias no sólo crean prosperidad al limitar el imperioso control estatal y desencadenar el potencial creativo de los seres humanos. Nuestras políticas, también hacen posible un ambiente humano realmente humano, con menos congestión, y una abundante simpatía entre los ciudadanos.