EnglishLa ejecución fallida de Clayton Lockett en Oklahoma el martes pasado ha vuelto a encender un debate nacional sobre la pena de muerte. Con el transcurrir de los días, quienes se oponen a la pena capital han repetido muchos argumentos valiosos contra la muerte inducida por el Estado. Para nombrar unos pocos, los costos de la pena de muerte se elevan a varias veces más que los de la cadena perpetua, la pena de muerte se aplica más que proporcionalmente a las minorías, y no disuade a la delincuencia.
Además de la abundancia de la evidencia empírica que señala los problemas de la pena capital, hay otra razón para oponerse a la pena de muerte que rara vez se escucha: Un argumento filosófico en vez de político. A saber, que la pena de muerte es una forma injusta de castigo, y que los presos pueden reformarse genuinamente y sentir remordimiento después de años en prisión.
Tomemos el caso de Stanley Tookie Williams III. Tookie, un gángster famoso, fue cofundador de la pandilla urbana “Crips” en 1971 siendo todavía un estudiante de secundaria en Los Ángeles. Durante años, Tookie llevó una vida criminal, culminando con cuatro asesinatos en 1979. Tookie fue condenado a muerte ese mismo año y ejecutado casi tres décadas más tarde, en 2005.

Sin embargo, lo que ocurrió entre la condena de Tookie y su eventual ejecución debilita el argumento en el que se basa la pena capital. El sanguinario recluso, que pasó más de seis años en confinamiento solitario por agredir a varios guardias y presos, de repente cambió. Repudió su vida de crimen y escribió nada menos que 12 libros detallando los horrores de las pandillas e intentó disuadir a otros jóvenes para que no siguieran sus pasos.
Pueden cuestionarse las intenciones de Tookie al convertirse repentinamente en un predicador en contra de las pandillas mientras que sus apelaciones estaban en curso, pero no es descabellado pensar que tuvo un cambio de actitud en vista de lo prolífico de su obra. Pero incluso si su arrepentimiento no era genuino, Tookie fue tan sólo uno de los miles de presos condenados a muerte que soportaron décadas de prisión reflexionando sobre sus crímenes.
Hoy existen más de 3.000 presos condenados a muerte en los Estados Unidos, y el tiempo medio que transcurre desde la condena hasta la ejecución es de 14,8 años, según datos del 2010. Teniendo en cuenta la gran cantidad de prisioneros, sin duda algunos han sentido genuino remordimiento por sus crímenes y han intentado reformarse.
La pregunta que cabe hacer es ¿por qué el sistema judicial de facto castiga a una persona diferente a la que cometió el crimen?
Este problema se presta a ser comparado con lo que se denomina en filosofía la cuestión de la persistencia; en cristiano, el hecho de que las personas crecen y sus actitudes evolucionan a lo largo de su vida. Al reflexionar sobre nuestro pasado, la mayoría de nosotros nos estremeceríamos ante muchos recuerdos dolorosos y vergonzosos; a menudo lamentamos habernos comportado inadecuadamente o haber tenido relaciones personales tóxicas. ¿Qué diferencia a los condenados a muerte de cualquier otro ser humano?
De hecho, otros países se han percatado de esta cuestión sobre la identidad personal y han abolido la pena de muerte… y a veces incluso la cadena perpetua. En Noruega, por ejemplo, la pena máxima de prisión para civiles es de 21 años, incluso para los asesinos en masa como Anders Breivik. Los defensores de la pena capital pueden oponerse al peligro que ven en la liberación de un asesino convicto. Pero ¿parece realmente probable que un exrecluso de mediana o anciana edad sea propenso a cometer nuevamente los mismos crímenes atroces de su juventud?
Por supuesto, una política de reclusión tan indulgente como la de Noruega nunca sería aceptada en los Estados Unidos. Sin embargo, este país sienta un precedente de reconocimiento del hecho filosófico de que los condenados no dejan de crecer como seres humanos simplemente porque estén en la cárcel. En lugar de tratar a los homicidios como una imagen congelada de la vida de un asesino por la que serán para siempre reconocidos como malvados, los Estados Unidos deberían ver a estos convictos como lo que realmente son: Simples humanos que navegan el mundo como todos nosotros. En ese sentido, una vida en la cárcel reflexionando sobre los males del pasado es suficiente castigo.