
EnglishAlrededor de 12 millones es el número de inmigrantes que viven en Estados Unidos sin haber resuelto legalmente su situación ante las autoridades. Son los “ilegales” que han entrado sin permiso a ese país o que se han quedado en él después de que se vencieran sus correspondientes visas. En meses recientes, además, han cruzado la frontera sur con México miles de niños y adolescentes centroamericanos, y con ellos surgió una situación de emergencia humanitaria que no presenta una fácil solución.
En los últimos años se han debatido varios proyectos de ley que servirían para regularizar la situación de esas millones de personas que viven y trabajan en EE.UU. —algunas desde hace décadas—, aunque no ha habido acuerdo para aprobar ninguno de ellos.
Mientras tanto continúan y van en aumento las deportaciones, cientos de miles de individuos que son remitidas a sus países de origen, después de pasar a veces fuertes privaciones.
El problema es serio pero los estadounidenses, me atrevo a decirlo, tiene una actitud ambivalente: su historia es la de un país de inmigrantes, pero su temor a perder la identidad cultural, sus empleos y muchos beneficios sociales otorgados por el Estado los han vuelto recelosos y hasta agresivos.
La historia nos muestra que no fue muy diferente lo que ocurrió en tiempos pasados: entre 1892 y 1954 arribaron a las costas del país de Norteamérica nada menos que 12 millones de personas, la mayoría no instruidas, casi sin posesiones personales pero sí con muchos deseos de labrarse un futuro por sí mismas.
En 1965, después de algunas medidas previas, se limitó el número de inmigrantes que podía legalmente quedarse en el país, y poco a poco se estableció un sistema de otorgamiento de visas cada vez más restrictivo.
De este modo los inmigrantes de la primera mitad del siglo pasado —mayormente europeos— se pudieron establecer e integrar al medio estadounidense. En cambio, no pudieron hacerlo así los que llegaron después, en su gran mayoría mexicanos o provenientes de otros países de América Latina.
Estados Unidos cambió su política oficial, pero al hacerlo, crearon las bases para que apareciera el problema actual de los migrantes ilegales. ¿Qué hacer con ellos, expulsarlos, legalizarlos, dejarlos en ese limbo jurídico en el que están?
Ninguna solución, en principio resulta fácil o atractiva: por más que se deporten miles de personas todos los años no puede hacerse salir del país a nada menos que 12 millones de habitantes, muchos de ellos nacidos en esas tierras y firmemente incorporados a su economía y la sociedad.
Expulsarlos en masa traería una debacle para la producción y, por supuesto, generaría una tragedia humanitaria de inconcebibles proporciones. Pero tampoco parece posible integrarlos de una vez, como se hizo en su tiempo con quienes provenían de otros continentes: a ello se niega una buena parte del electorado, esgrimiendo razones formales aunque escondiendo, probablemente, temores tal vez racistas sobre esa masa de inmigrantes que ya —lo quieran o no— son parte de la fisonomía actual de Estados Unidos.
El problema se ha vuelto inmanejable, mientras siguen llegando al país todos los días nuevos contingentes humanos que van en pos del “sueño americano”.
De nada sirve insistir en la necesidad de desarrollar las economías de los países de origen: con una diferencia salarial de aproximadamente 10 veces, se tardarían décadas en cerrar la brecha que separa hoy a las naciones de los migrantes de la poderosa economía de Estados Unidos.
Hay posibles soluciones, por supuesto, pero estas pasan por cambios que nadie quiere emprender hoy: se trata de suavizar las restricciones burocráticas que han crecido con los años alrededor del tema migratorio, de reducir —y no de ampliar— el sistema de protección social del que gozan hoy los estadounidenses para aliviar la carga que producirían los ilegales, de flexibilizar el mercado de trabajo para adaptarlo a las condiciones reales de una economía que no logra salir de su prolongada recesión.
En fin, Estados Unidos debe asumir que necesita el aporte de esos millones de ilegales —que realizan las tareas más pesadas y rutinarias de su diversificada economía— para mantenerse como una potencia de primera magnitud.
Hay, sin embargo, barreras mentales que lo impiden: los Republicanos siguen aferrados a leyes de corte nacionalista que bloquean toda solución; los Demócratas insisten en mantener beneficios sociales que restan vigor a la economía e impiden la inclusión de unos migrantes que no buscan beneficios sociales sino, simplemente, trabajo.
El país está como paralizado frente al tema y, lamentablemente, poco podrá avanzarse de inmediato para resolver una situación que en realidad tiende a agravarse.
Estados Unidos, que siempre ha sido una tierra de libertad y de oportunidades, se encuentra desgarrado hoy por contradicciones que sólo acudiendo a los principios de sus fundadores podrían ofrecer un camino alternativo de solución.