Ante la persistente arremetida de los sectores de izquierda, ahora más coordinados y mejor financiados, resulta buena idea revisar, a partir del elocuente ejemplo venezolano, el sendero por el que una sociedad guiada por el resentimiento, desemboca en la miseria material y ética.
Obviamente, aquí surgirán los insensatos reproches de siempre, alegando que el de Maduro no es un proyecto realmente socialista, como tampoco lo fue, según dicen, ninguno de los innumerables fracasos de los admiradores de Marx.
Venezuela funciona como paradigma porque esa nociva doctrina sigue aún activa y porque es sencillo trazar el mapa del envilecimiento de aquellos valores que los chavistas aseguraban defender inicialmente.
La corrupción del viejo modelo
Es conocido que Chávez empezó atacando a los gobiernos que le precedieron. Los cuarenta años de democracia venezolana fueron decepcionantes para algunos, especialmente por los escándalos de enriquecimiento ilícito consumados por funcionarios gubernamentales.
Ahora bien, desde muy temprano la revolución fue capaz de batir el récord de corruptelas, mafias y crímenes de sus antecesores en proporciones sencillamente obscenas.
Ser un país petrolero fue muy conveniente, pero exclusivamente para un reducido grupo de delincuentes vestidos de políticos. Un dibujo que conseguiremos repetido en la mayoría de las dictaduras de este tipo, donde las autoridades del partido preponderante tienen acceso a lujos monárquicos, poco imaginables por “el pueblo” del que tanto hablan en sus discursos.
La protección de los pobres
Independientemente de la conexión que Chávez tuviera con la gente y de si su deseo era ayudar o destruir, las acciones que emprendió estuvieron encauzadas al castigo de sus enemigos y no tanto a la solución de los vicios estructurales que había denunciado. Una filosofía típicamente izquierdista.
Se empeñó en cambiar el nombre de cuanto ministerio y oficina le fuera posible. Curiosamente estas mágicas y heroicas políticas propagandísticas no surtieron efectos positivos.
La consecuencia de sus medidas y el fiel apego de su sucesor a los lineamientos cubanos ha llevado a la población venezolana al éxodo masivo, el hambre, la enfermedad y la muerte; alcanzando niveles de miseria incalculables, pues las pocas instituciones que quedan en pie tienen la obligación de evitar, por un lado, que se conozca lo que sucede realmente y, por otro, que surja cualquier atisbo de solución alternativa a la parálisis revolucionaria.
Un reinicio constitucional
Chávez inauguró su primer gobierno con la redacción de una nueva Constitución. Gracias a un agotador, ineficaz y absurdo ritual colectivo, logró seducir a parte de la población que, con el señuelo de un deseado renacer y con la fantasía de una nueva esperanza, se dejó engañar.
Más allá del análisis crítico de la letra de esa Constitución —análisis necesario, aunque a algunos les resulte impensable—, los chavistas mancillaron de nuevo sus propios símbolos constitutivos, instalando hace pocos años una asamblea constituyente inoficiosa, con la única intención de ocultar los gigantes problemas de la población y mermar el resurgimiento del vigor de la oposición.
Siempre el nacionalismo
En la caja de herramientas elemental del populista no puede faltar una buena dosis de nacionalismo. Hacer hervir la emoción de “nosotros somos mejores que los otros, solo por provenir del mismo sitio”, sigue funcionando como un disparador automático, casi universal, de simpatías e imperdonables cegueras.
Resulta poco sorprendente que Chávez, junto a la incoherente mezcolanza de imágenes a la que llamamos chavismo, se definan principalmente a partir de la más descerebrada vehemencia nacionalista. Incoherente por demás, pues no se trata realmente de una delimitación con centro propio, sino de una constante reacción al movimiento del poderoso externo, entendido como el demiurgo creador de todos los males del universo: “el imperio norteamericano”.
De ahí que la injerencia externa es perfectamente válida, incluso si es armada, siempre que la ejerzan cubanos, rusos, bielorrusos, chinos, iraníes, guerrilleros, narcotraficantes o delincuentes de cualquier nacionalidad.
Profanación
El extenso fenómeno que en estas breves líneas apenas se esboza, delata la preponderancia de un único ídolo al que el socialista sacrifica todo lo demás, por importante que sea, a saber, acceder al poder y conservarlo.
Suena como un proceso demoníaco porque lo es. Una mínima reflexión con respecto a sus propios valores o acerca de los efectos de sus políticas en la población, habría de privilegiar alguna forma de rectificación. Sin embargo, una honesta introspección traería consigo el derrumbe de la rígida y, por lo tanto, frágil estructura psicológica y coercitiva que termina construyendo el socialismo resentido, para dirigir un territorio por la fuerza.
La ingenuidad como talón de Aquiles
Quienes se dejan entusiasmar por protestas, muchas de ellas sin contenido alguno, que claman adolescentemente por el cambio de la totalidad del “sistema”, harían bien en repasar la manera en la que se ha desempeñado la aplicación de las políticas que solicitan.
Los ideales que consideran fundamentales, como la protección de los más débiles, el castigo a los abusadores, la edificación de una sociedad más justa, equitativa y próspera, ondearán como banderas ante sus ojos. No obstante, esas mismas aspiraciones quedarán poco después ultrajadas, a fin de que algunas figuras puedan conservar sus posiciones de dominio.
Usarán renovadas mentiras para explicar que era inevitable destruir aquello por lo que luchaban en principio. Asfixiando así, lenta pero consistentemente, los símbolos que les justificaban.