
No es un spaguetti western. Ni Venezuela es un rincón del Far West de mediados del siglo XIX. Es el previsible y esperado final de las andanzas de una tropilla de delincuentes y facinerosos cuarteleros a quienes el castrocomunismo cubano y las izquierdas socialistas del hemisferio, les diera carta blanca para saquear a un pueblo, asesinar a mansalva a quien se les atravesara en el camino, empobrecer hasta esquilmar y someter al mayor desvarío de injusticias imaginables a un pueblo inculto, ignorante, ingenuo y supersticioso que terminaría pagando con sangre sus absurdas veleidades y sus insólitos caprichos. No es OK CORRAL ni A LA HORA SEÑALADA. Es una nación petrolera que dispone de las mayores reservas de petróleo del planeta, carece de gasolina y sufre de una crisis humanitaria crecida bajo la alcahuetería y el compadrazgo de las Naciones Unidas, la OEA de César Gaviria y José Miguel Insulza, la España de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, los partidos comunistas y las narcoguerrillas latinoamericanas protegidas por el paraguas marxista del llamado Foro de Sao Paulo y la descarada complicidad de Lula da Silva, Néstor y Cristina Kirchner, Pepe Mujica y Tabaré Vásquez, Samper, Santos, Evo Morales, Rafael Correa y todos los personajes de la corrompida farándula política latinoamericana. Todos ladrones, narcotraficantes, negociantes y capitanes de industria. Con el chavismo, Venezuela llegó al llegadero. Y no halla manera de zafarse. Su caso no llegó a La Haya, como hubiera correspondido a una dictadura decente, como la de Saddam Hussein, si eso no fuera un oxímoron. Llegó a la fiscalía a cargo de Brian Benczkowski, famoso por haberse ocupado del caso del Chapo Guzmán. Es el nivel que les corresponde a Maduro, Cabello, El Haissami, el pollo Carvajal y el resto de la mafia. Los bajos fondos del narcotráfico. Los prostíbulos de Pablo Escobar Gaviria.
Ni Sergio Leone, ni Tarantino ni Francis Ford Coppola hubieran escrito un guion como el pensado, escrito y llevado a la práctica por los calenturientos cerebros cubanos de la Secretaría América: poner a un teniente coronel de mala muerte —traicionero, ignorante, injurioso, grosero, vulgar y analfabeta— al frente del Estado venezolano, sumarle una pandilla de oficiales inescrupulosos dispuestos a todo y agregarle el lumpen de las izquierdas castristas venezolanas —el repele de la Universidad Central de Venezuela de los sesenta, setenta y ochenta: economistas, sociólogos, psicólogos, periodistas y hasta un rector asesino— para montar el asalto avieso y perverso a la institucionalidad venezolana, corromper sus instrumentos electorales y hacer posible el desiderátum de la farsa y el engaño jamás imaginado por Lenin: entrar al Estado por la puerta ancha del fraude y la estafa, ante el aplauso de los beneméritos observadores de la Internacional Socialista. El mayor crimen político cometido en la historia de América Latina.
Si entre los oficiales que se alzaran contra este asalto del golpismo castrocomunista, el 2 de abril de 2002, hubiera habido un solo general provisto de los necesarios apéndices como para zanjar la disputa y resolver el desafío, tal cual hiciera el general Augusto Pinochet Ugarte el 11 de septiembre de 1973 en Santiago de Chile, Venezuela se hubiera ahorrado cientos de miles de muertes, millones de desterrados y la devastación más cruenta y despiadada vivida por la República desde los nefastos hechos de la Guerra Federal. No lo hubo. Ni tampoco hubo una clase política o un pueblo que hubiera comprendido la dramática circunstancia por la que atravesábamos. Ni generalato bien nacido, ni élite lúcida, valiente y corajuda, ni políticos capaces de resolver la crisis de excepción de un solo tajo. Venezuela no dispuso de un solo militar, académico, empresario o político capaz de resolver el problema de la soberanía. Volvía a ser el campamento zarrapastroso que siempre fuera.
Y henos aquí, convertidos en un pueblo en manos de mafiosos, narcotraficantes, ladrones y asesinos cuyas cabezas ya tienen precio. Es un caso único en la historia de nuestra región. Me provoca una profunda vergüenza. ¿Y a usted?