Se suele decir que “la pluma es más poderosa que la espada”. Es verdad que, a pesar de haberse convertido en un cliché aplicable a un sinfín de situaciones, la historia mundial nos demuestra como muchas veces fueron panfletos escritos y no las armas de algún general, los disparadores de cambios radicales en la historia mundial. Desde Las 95 tesis de Martín Lutero, hasta Common Sense, el panfleto escrito por Thomas Paine, inspirador de la Revolución Americana (1776), la pluma muchas veces ha servido como catalizadora de grandes cambios.
Sin embargo, muchas veces la pluma no es vista como una alternativa o un reemplazo a la espada, sino que cumple la misma función que la espada. Así como Clausewitz sentenció que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”, podríamos decir que la pluma es el rifle de la política.
Cuando la pluma es sostenida por un presidente, un ministro, un legislador, o cualquier persona con la capacidad de firmar en nombre del Estado, su función no es la de persuadir a través de argumentos, elaborar una prosa inspiradora, o describir el estado de las cosas. Una pluma en las manos de un político con poder es como una pistola en manos de un general que amenaza a su propio ejército, el cual pretende replegarse. El militar usa el arma para amenazar o matar, el político firma leyes, decretos, o resoluciones dirigidas a volcar todo el poderío del aparato estatal sobre la sociedad civil. Podemos encontrar un ejemplo en cada acto de gobierno, pero es posible ver la utilización de la pluma como espada en determinadas políticas. Es el caso de uno de los programas más relevantes para el gobierno de Cristina Kirchner, el régimen de control de precios denominado “precios cuidados”.
Por un lado está sobre quién recae la espada, algo que 600 años podía llegar a ser tildado de milagroso. Un lugar inconcebible en la mente de aquellos que vivieron hace apenas 200 años, y que recién se materializó a comienzos del siglo pasado. Estoy hablando de esas grandes superficies, en los que nos encontramos con decenas de miles de productos. Desde limpiadores de pisos hasta comida enlatada, desde verdura fresca hasta productos de higiene personal, desde elementos de jardinería hasta juguetes para chicos, desde los bienes más básicos e indispensables para llevar adelante nuestra vida diaria hasta productos que ni siquiera pensábamos comprar. Todos ellos ordenados en góndolas, disponibles en cualquier momento del día, como si nos estuviesen esperando y algún ser superior supiera que precisamos llevarlos a nuestras casas.
Pero un supermercado no es un establecimiento milagroso. Su existencia es el resultado final de una inconmensurable cantidad de procesos. Desde la extracción de las materias primas, pasando por la ingenería, la investigación y el desarrollo que posibilitan la producción de cada producto, su empaquetamiento, almacenamiento, distribución y logística, hasta los cálculos de stock y proyecciones de ventas, planes de marketing y publicidad. Infinitas tareas en las que están involucradas centenas de miles o millones de personas que no se conocen. Desde los gerentes de cada empresa que coloca sus productos en estos establecimientos, hasta los obreros de cada fábrica, los proveedores de las materias primas, los propios dueños de supermercados, sus empleados contables y administrativos, los repositores, el personal de las cajas, la lista es interminable.
Esto es posible únicamente gracias a la existencia de derechos de propiedad y libertad de contratación. Derechos que dieron origen a un sistema de cooperación social totalmente descentralizado conocido habitualmente bajo el concepto de mercado.
Los supermercados son una de las tantas demostraciones de la armonía y cooperación que se obtiene en una economía que no se encuentra intervenida. Claro que no todos lo ven así. Por el contrario, estos “milagros” de la economía de mercado son señalados con el dedo inquisidor del gobierno como explotadores, generadores de inflación, monstruos gigantes de magnitudes bíblicas que abusan de los consumidores desprotegidos, o sencillamente son tildados con el adjetivo favorito para denostar al adversario de turno: golpistas. Son el nuevo chivo expiatorio favorito de un gobierno, que los viene acumulando (para expiar sus culpas en otros que no sean ellos) como si se tratasen de ítems de colección.
Desde el gobierno sostienen que con los “precios cuidados” protegen al consumidor. Una afirmación que oscila entre lo cínico y el sadismo, más si se tiene en cuenta que nos referimos a un gobierno que se empeña en obstruir la libre competencia, eliminando así lo que resultaría la mejor protección para los consumidores.
Al mismo tiempo llaman “cuidar los precios” a la imposición de un sistema de vigilancia que pretende evitar la absurda idea de cobrar un precio al que ambas partes de una transacción acuerdan. Cuando un tercero impone a través de su pluma –que además cree que es todopoderosa– dictaminando el monto al que se puede vender y comprar ciertos productos, ya no podemos hablar de un precio sino de un acto de extorsión.
Esta pluma no sólo convierte un acto voluntario en una extorsión, genera desabastecimiento y obliga al racionamiento de los bienes, inevitables consecuencias de las políticas de controles de precios. Pervierten el carácter cooperativo de la sociedad, al promover una sociedad de delatores, frene a una que se vale de los intercambios voluntarios para alcanzar sus fines. Siembran una cultura de la denuncia, en la cual convierten en algo cercano al delito al hecho de esperar que se pague un determinado precio por un producto. Incitando a ciudadanos a denunciarse mutuamente, convirtiendo un esquema de cooperación en un constante ambiente de sospechas. Como corolario de una política diseñada para asignar responsabilidades a quienes no las tienen y evitar enfrentarse a una solución, aquellos establecimientos en los que se sufran las consecuencias naturales de las políticas que se pretenden implementar son acompañados con sanciones. Multas y clausuras para las víctimas de la extorsión.
La pluma de los gobiernos está destinada a desarmar e irrumpir en la armonía y la cooperación que únicamente se dan entre individuos que, sin necesidad de ser amigos o caerse bien, pueden cooperar satisfaciendo mutuamente sus fines. Es la pluma que impone porque es utilizada para imponerse por fuerza, y es la pluma que ignora porque desconoce las causas y los pilares que hacen posible que hoy existan los supermercados, entre tantos otros resultados del mercado, que le han facilitado la vida, ahorrándole tiempo y dinero a miles de millones personas. Dar todo esto por sentado nos expone a permitir que con una sóla firma sean capaces de devastar las creaciones humanas más complejas y redituables para nuestro bienestar en un abrir y cerrar de ojos.
Este artículo fue originalmente publicado en Infobae.