Mientras se rumora que en Casa de Nariño se cuece un nuevo remezón ministerial por la ineptitud de varios jefes de cartera, todos sabemos que el verdadero origen de tanta incompetencia es el gobernante mismo. Un presidente que apenas cumple un año de Gobierno con muchas penas y sin ninguna gloria, y que así pasará los tres años que le quedan a menos que se caiga antes por su propia inutilidad o se lo lleve alguna de las ‘dolencias’ que le endilgan y que le han hecho quedar mal en más de 80 ocasiones según una investigación de La Silla Vacía.
La paz total del señor Petro tiene al país sumido en la más alta escalada de violencia de las últimas décadas. No solo las calles de ciudades y pueblos están dominadas por criminales comunes que han multiplicado a niveles inaceptables los atracos, las extorsiones, el sicariato y demás, sino que prácticamente todas las regiones del país están repartidas básicamente entre las FARC, el ELN y las autodefensas gaitanistas, haciendo correr ríos de sangre. Es decir, retrocedimos veinte años. Días atrás, las FARC asesinaron a una niña de cuatro años en el Huila, en un demencial ataque indiscriminado. Y no pasará nada, como siempre. Solo es una estadística.
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El señor Petro no es más que un hábil y mañoso fantoche que desconoce la Constitución y la ley cuando le interesa y le conviene, pero se las da de recto cumplidor de las normas al tenor de sus deseos. En el caso del alcalde de Riohacha es un despropósito que se las dé de demócrata cuando le atribuye más poder a la tal Corte Interamericana de Derechos Humanos, por la que aquí nadie ha votado, que a nuestra propia Constitución Política y a las decisiones de la Corte Constitucional, que han reconocido el poder sancionatorio de la Procuraduría General de la Nación.
La ley es, pues, lo que él interprete, incluso en aquellos casos que le sirven para lavarse las manos cual Pilatos. Por ejemplo, él que tanto necesita del favor de los parlamentarios para sacar adelante el cúmulo de reformas en que se basa su fracasado Gobierno, acaba de subir el sueldo de los congresistas en un 14,62 %, pasando de 37,8 millones de pesos al mes a 43,4 millones; un incremento de casi 6 millones mensuales de tacada, cuando el salario mínimo apenas sobrepasa el millón. Valga anotar que la mera retroactividad de este aumento, al primero de enero de este año, implica que a cada congresista le deben reconocer un ajuste de más de 30 millones de pesos que un ciudadano de a pie se tardaría casi tres años en juntar mediante su trabajo honesto.
¿Y qué dijeron el señor Petro y su corte de aduladores? Que el incremento anual del salario de los congresistas y todos los trabajadores del Estado está en la ley y que Petro está obligadito a cumplirla, sobre todo, eso sí, porque carece de autoridad moral para promover la austeridad que reclamamos los colombianos, dado que él y sus funcionarios se han caracterizado por ser particularmente manirrotos con los recursos que salen de nuestros bolsillos.
Tampoco se puede aplaudir como focas el hecho de que el señor Petro acepte sumisamente la captura de su hijo. No, no es que el señor Petro respete la institucionalidad y la independencia de poderes. Lo que ocurre aquí es que este sujeto se está haciendo el pendejo —o nos cree pendejos a todos— para no alborotar el avispero que tiene nido en la mismísima casa presidencial. A Nicolás Petro lo quieren sacrificar como chivo expiatorio; pretenden que olvidemos que a la campaña Petro Presidente ingresaron aportes del narcotráfico; que la campaña Petro Presidente violó los topes electorales, como está ampliamente documentado; y que a la campaña Petro Presidente ingresaron 15.000 millones de pesos según confesión de Armando Benedetti, con los que se compraron miles de votos en la costa del Pacífico.
El señor Petro quiere que olvidemos todo eso a cambio de la inmolación de su primogénito, cuando la realidad es que su mandato es espurio. De tal palo, tal astilla.