Hay un país en América Latina del cual casi nadie sabe nada. Allí, entre dos gigantes que lo hacen parecer más pequeño de lo que es en realidad (vamos, que es el doble de Austria y cuadriplica cómodamente la superficie suiza), Uruguay ha sido históricamente un país peculiar. A pesar de haber sufrido dos dictaduras (la de Gabriel Terra, que durase un año y dos meses — marzo de 1933 a mayo de 1934—, y la más dolorosa y presente, la cívico-militar, que se extendiera de 1973 a 1985), la nación oriental tiene profundos valores republicanos que pueden ser sinceramente elogiados por cualquier observador extranjero.
Lejana (más allá de la vecindad geográfica) está la siempre caótica Argentina, tan inmensamente rica que ha sido condenada a la corrupción sistemática de gobiernos que, por negligencia o malicia, no han sabido (o querido) explotarla para el beneficio de sus ciudadanos (y no de las cuentas bancarias de sus dirigentes).
Esto podrá sorprender a muchos, pero la “agenda de derechos” uruguaya no comenzó en 2005. El conglomerado de izquierda oriental no tiene el monopolio de las políticas liberales del país, aunque así lo desea y publicita. Uruguay es un Estado laico desde 1917. Cuatro años antes, se convirtió en el primer país de la región en admitir el divorcio por sola voluntad de la mujer. Ah, y hablando de mujeres, Uruguay es pionero sudamericano en voto femenino (1927). En un continente a menudo sumido en la desigualdad y la alfabetización, el país que presumía de una educación laica, gratuita y obligatoria (reforma de 1876) y de una eficaz redistribución de la riqueza, llegó a ser llamado por algún periodista estadounidense “la Suiza de América”.
Sí, la precedente introducción de tres párrafos es imperiosa para saber qué se juega este domingo 27 de octubre, día de elecciones presidenciales y (porque si lo hacemos, vamos a hacerlo bien) de un plebiscito que, de ser validado por los uruguayos, derivará en una reforma constitucional.
La coalición de izquierda (en el gobierno desde 2005, cuando llegó al poder por primera vez) ha fallado, y lo ha hecho de forma estrepitosa. Ha, además, atropellado la Constitución casi que a antojo. Como no soy amiga de los fanatismos, me veo en la obligación intelectual y moral de elogiar lo que el Frente Amplio sí ha hecho bien: la despenalización del aborto, el matrimonio igualitario y la despenalización de la marihuana (más allá de que en este último caso, no estoy de acuerdo con las formas). A modo de anécdota, una vez alguien me dijo que “la izquierda es buena para hacer todo aquello que no cuesta dinero” y ¡vaya si esta persona estaba en lo cierto!
El Frente Amplio ha sido una máquina de despilfarrar dinero. Se tiró a la basura una década de bonanza que no se repetirá en el corto plazo (menos aún en el delicado contexto continental) pero, a pesar de ello, sus representantes pretenden hoy vendernos un crecimiento que fue real para Uruguay, sí, pero también lo fue para tantos otros países en vías de desarrollo, por lo que el mérito poco le cabe a la izquierda. No obstante, la inseguridad, el desempleo y la mala calidad educativa sí son algunos de los resultados tangibles de 15 años de Frente Amplio.
El plebiscito del domingo es fruto de la campaña “Vivir sin miedo”, impulsada por el senador nacionalista Jorge Larrañaga. Ante el desastroso desempeño del ministro del Interior, Eduardo Bonomi, el movimiento nació como respuesta a la creciente ola de crímenes en Uruguay. La reforma contempla la instrumentación de los allanamientos nocturnos (que la Constitución no permite), el cumplimiento de la pena en su totalidad (sin atenuantes que faciliten una liberación prematura) y, entre otros puntos, siendo este el más polémico, la creación de una Guardia Nacional con integrantes de las Fuerzas Armadas.
Pero sobre todas las cosas, este domingo Uruguay se debate entre dos modelos: el de la continuidad y el del cambio. De once candidatos, solo tres tienen oportunidades reales de llegar al balotaje de noviembre.Todas las encuestas indican que la segunda vuelta será entre Daniel Martínez, candidato del oficialismo, y Luis Lacalle Pou, del Partido Nacional. En este contexto, los mencionados modelos son los siguientes: por un lado, tenemos a un candidato que considera que calificar al régimen venezolano de dictadura es una “cuestión de semántica“. Por el otro, a alguien que cambiará, desde el primer día, la vergonzosa postura diplomática que Uruguay ha mantenido con respecto a Venezuela, y que ha sostenido en reiteradas ocasiones que Nicolás Maduro es un dictador y que la actual tesitura uruguaya “está comprometida por afinidades ideológicas y los negocios entre particulares”.
Los uruguayos deberán elegir, asimismo, entre el discurso de la “lucha de clases”, que tanto daño ha hecho al país, con sus políticas demagógicas e inconducentes —por ejemplo, Martínez no descarta un impuesto a la herencia— y un modelo abierto al mundo, con políticas de austeridad absolutamente necesarias después de una década de dilapidación que no solo achiquen el costo del Estado, sino que además incrementen su eficiencia.
Términos como “derecha” o “neoliberal” ya no asustan a nadie —o al menos, no deberían: han sido usados incesantemente por quienes solo buscan explotar lo que nos separa desmereciendo todo aquello que tenemos en común—. Tampoco sería aconsejable apostar por aquellos que se insisten en hacer paralelismos con una de las épocas más oscuras y desgarradoras de la historia uruguaya, usando el miedo como carta política.
Uruguay no será un país medieval de minorías sin derechos, o de militares despertando a niños en la madrugada. Quien así lo crea, debería volver a leer los tres primeros párrafos.