Durante la segunda semana de agosto se dio a conocer la decisión del alcalde de Cannes (Francia) David Lisnard de prohibir los denominados “burkinis” (amalgama entre “burka” y “bikini”) en las playas del balneario francés.
Lisnard, quien recibió varias críticas por racismo, defiende su posición y asegura que la mencionada pieza de baño es “el uniforme del extremismo islámico” y que “no representa a la religión musulmana”.
El alcalde también alude a motivos de seguridad. Afirma que el “burkini” puede perturbar el orden público, y que se tomó esa controversia medida precisamente para proteger a quienes lo usan.
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Por otra parte, Lisnard afirma que el “burkini” no es propio de las buenas costumbres ni de la laicidad que tanto distingue a Francia.
A pesar de que el islam es la segunda religión más importante del país, no es la primera vez que el Gobierno francés opta por prohibir prendas que son propias de la creencia islámica: en lugares públicos no es posible usar velos que cubran el rostro ni velos comunes (que solo cubran el cabello) en las escuelas.
Los argumentos mencionan siempre al secularismo y a la libertad de la mujer. La burka, para muchos, es la materialización de la violencia islámica hacia la mujer, vulnerando sus derechos y decisiones individuales.
¿Pero puede el Estado decirle a sus ciudadanos qué no vestir –y, por descarte, qué vestir? En “1984”, novela de ficción política de George Orwell publicada en 1949, el Gobierno obligaba a sus ciudadanos –sirvientes– a usar solamente los uniformes del partido, con el objetivo de que todos fuesen iguales y nadie se destacase (el asesinato del individuo). Está de más decir que las medidas tomadas en Francia no se acercan a los disparates maquiavélicos de la obra de Orwell, pero todo caos, todo horror, tiene siempre un principio.
También es válido recordar que Francia ha sido víctima de diversos ataques terroristas por parte de ISIS, más que cualquier otro país de occidente, por lo que, solo en tan delicada coyuntura, se puede entender que las decisiones respondan tal vez a un ánimo de defensa y no de discriminación. Pero ¿cómo puede una simple prenda amenazar la seguridad de un país entero?
Quizás no se trate de la burka, ni del velo, ni del “burkini”, sino de lo que representan en un occidente debilitado y con miedo. Muchas mujeres francesas se han manifestado en contra de la prohibición, pero sí describen a la burka y similares* como “una regresión” en lo que a libertades compete y enfatizan el contraste con la mujer local a la que tildan de “muy libre”.
En un Estado laico (como Francia y Uruguay) ninguna religión puede ser impuesta a sus ciudadanos, ni por parte del Gobierno de turno, ni de las iglesias o templos, ni de grupo alguno. Aunque también es cierto que en un Estado realmente laico cada quien puede manifestar sus creencias religiosas siempre y cuando no impliquen una imposición sobre terceros.
El tema es difícil de abordar, entre otras razones, porque si bien una mujer debería ser libre de usar burka, lo cierto es que también debería ser libre de no usarla si ella simplemente no lo desea.
En muchos países árabes el uso de velos es obligatorio. El mes pasado comenzó una campaña en Irán (principalmente por redes sociales) en la que los hombres usan burkas a efectos de manifestarse ante el Gobierno y en solidaridad con la mujer. Es precisamente por este motivo que me resulta difícil decir, a nivel personal, que la mujer musulmana tiene la libertad de llevar cualquier tipo de velo. Es libertad siempre y cuando haya una opción real, una alternativa palpable. Me consta, por supuesto, que algunas mujeres usan velos por voluntad propia, pero estas no son la excepción.
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El alcalde de Cannes no está solo. Daniel Fasquelle, su homólogo en Le Touquet, siguió el ejemplo sembrado por Lisnard.
Es interesante observar que si bien Lisnard y Fasquelle son conservadores, un alcalde de izquierda, Ange Pierre-Vivoni, en Sisco, Córcega, también imitó a su par de Cannes. No pareciese haber acuerdo en ninguno de los matices políticos, y quien sufre siempre es el individuo al ver sus libertades atropelladas.
El Estado como ente no deja de crecer, y lo aplasta todo con su crecimiento, con su empacho de poder. El Estado está convencido de saber qué es lo mejor para el individuo, y sus ideas son tan buenas que necesitan ser impuestas mediante la fuerza o de multas. El Estado ata, amarra y calla en nombre de la libertad, y en esto, tristemente, quizás Francia e Irán no se diferencien tanto.
*Las variedades van desde el hijab, pasando por el niqab, hasta la burka.