El 7 de diciembre de 2015 el despertar fue diferente. Jamás el sentimiento había sido igual en los últimos 16 años. La noche anterior la oposición venezolana había consolidado una victoria sin precedentes que, de alguna manera, garantizaba el inicio del rescate de la libertad.
Ese diciembre, aunque la asoladora crisis económica y social no había cambiado, estuvo empapado de optimismo. Ahora, un año y unos días después, la situación no puede ser más distante: la crisis se ha acentuado y el panorama es mucho más lúgubre. La ruina social, económica y política se multiplicó. Hoy los ciudadanos venezolanos, a pesar de la atronadora victoria de hace varios meses, estamos derrotados.
A estas alturas, cabe preguntarse: ¿cómo es posible que, luego de un triunfo histórico de esa magnitud, hoy es la dictadura la que erige un deprimente laurel?
El año comenzó como terminó el 2015: con euforia. La dirigencia opositora oficial empezó a esgrimir promesas sin sensatez. “Recuperación de la autonomía como poder, Ley de Amnistía y reconciliación nacional, y buscar dentro del lapso de seis meses una salida constitucional, democrática y pacífica del Gobierno Nacional”, gracias a la victoria del 6 de diciembre, fue una de las promesas del presidente de la Asamblea Nacional Henry Ramos Allup.
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Por otra parte, el partido Primero Justicia aseguraba que “ganando la Asamblea Nacional” podremos “tener un CNE (Consejo Nacional Electoral) imparcial; tener un TSJ (Tribunal Supremo de Justicia) dedicado a la justicia y no sólo a la política; garantizar elecciones justas; detener la inseguridad, las muertes y los robos”, entre otras promesas.
Evidentemente todas estas eran promesas vacías. Aquellas que se hacen en campaña y en la euforia y ebriedad del éxito. Nada de eso iba a pasar. Para ello primero se tenía que lograr el rescate de la libertad en Venezuela —es decir, la salida del Ejecutivo— y, también, se debía actuar como una mayoría.
Esto, para nuestra sorpresa, lo entendió la Mesa de la Unidad Democrática y se comenzó, a principios de año, a trazar una nueva estrategia: se iba a impulsar la salida de Nicolás Maduro recurriendo al Referendo Revocatorio. De esta manera comienza, el 26 de abril de este año, el proceso para la realización del referéndum presidencial en el país —y se descarta cualquier otra alternativa como la enmienda constitucional o Asamblea Nacional Constituyente.
Comienza la primera etapa para la activación del referendo y, como era de esperarse, el régimen impuso el requerimiento de la recolección del 1 % de las firmas del registro electoral por estado.
La Unidad acepta la imposición inconstitucional y se propone la recolección de las firmas necesarias por estado para activar el referendo. El proceso fue largo. Miles de electores acudieron a los centros —limitados— del Consejo Nacional Electoral para firmar. Algunos fueron amedrentados. Empleados públicos fueron despedidos e, incluso, militares. La ciudadanía acudió al llamado de la Mesa de la Unidad y respondió heroicamente.
Terminó la fase de promoción “exitosamente” e inició, de esa forma, la etapa de participación del referendo. Los lapsos fueron violados —lo que debía durar máximo 41 días se extendió hasta 145. El proceso se extendió arbitrariamente. La oposición, desesperada, acudió a diferentes instancias para exigir a un régimen, ya dictatorial, que permitiera el acto democrático.
Fueron días difíciles. La tiranía arrasaba y atropellaba sistemáticamente. Continuaba coleccionando presos políticos. Mientras, la oposición venezolana se plegaba apasionadamente a la legalidad del proceso y continuaba exigiendo la realización de un referendo que jamás iba a llegar.
Hastiada, la Mesa de la Unidad Democrática convoca a una manifestación masiva el 1° de septiembre para exigir la realización de la consulta popular. La Gran Toma de Caracas se denominó uno de los actos ciudadanos más sublimes de la historia contemporánea; pero, al mismo tiempo, fue otra de las sinvergonzonerías de un liderazgo que, para el momento, estaba gestando decepciones por todo el país. El momento fue desaprovechado y, al final, la Gran Toma de Caracas no concretó ninguna victoria política.
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En ese momento lo señalé y, como esperaba, una horda de entusiastas alentadores me apedreó. Fue una concentración masiva, ciertamente. El ciudadano, en una muestra de coraje, desbordó las calles de la capital. Pero el liderazgo no respondió y, nuevamente, había defraudado a la ciudadanía al marcar una ruta sumamente mediocre para, presuntamente, exigir la realización del referendo.
Esa ruta comenzó con frívolas muestras de civismo: un cacerolazo, una manifestación en dos semanas —que no se dio en Caracas—, otra manifestación otros días después —que fue postergada—, y así.
El Consejo Nacional Electoral no respondió como se exigía —era evidente. En cambio, anunció unas fechas que imposibilitaban la realización del referendo este 2016 —a pesar de que algunos líderes opositores sostenían que los lapsos encajarían. La oposición celebró el anuncio del CNE y se preparó para la recolección de firmas del 20 % que se iba a llevar a cabo a finales de octubre. Pero esto no ocurrió.
El 20 de octubre de 2016, como algunos venían anunciando —y, por supuesto, fueron llamados amargados o desmoralizadores—, la dictadura venezolana se abrió completamente y decidió, de una vez, suspender el último mecanismo electoral, democrático y pacífico que quedaba. De tal manera, dinamitó por completo el referendo, llevándose al sarcófago la ilusión de democracia que algunos todavía mantenían para consolarse y justificar una estrategia equivocada.
Se instauró, de una vez por todas, y para los que aún no creían, la dictadura. Se denunció en ese momento. Por primera vez todos coincidieron. Desde los que, en algún momento, hemos sido llamado radicales, los moderados y hasta los ingenuos determinaron que en Venezuela se dilapidó el último vestigio de democracia que existía. Parecía que por fin se iba a esbozar la estrategia adecuada para enfrentar a un régimen criminal.
Se trazó, de esa manera, una ruta clara: se buscaría impulsar la destitución de Nicolás Maduro a través de la Asamblea Nacional y se presionaría, a través de las calles, a la dictadura. Además, el Parlamento iba a buscar, por fin, la activación de la Carta Democrática Interamericana, luego de vociferar a todo pulmón que estamos siendo dominados por un cruel sistema violador de Derechos Humanos.
Nos encontrábamos todos los venezolanos frente al momento histórico más importante de la historia contemporánea de Venezuela. Íbamos a actuar como debimos actuar desde hace tiempo. Pero, de repente, el 30 de octubre se impuso un nuevo escenario: la Unidad, a través de unos personajes bastante particulares, se reunió con la dictadura de Nicolás Maduro y, de esta manera, inició el diálogo en el país —y se debe señalar que ya, en varias oportunidades, se habían dado encuentros entre la dictadura y la Mesa de la Unidad («prediálogo»)—.
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Nuevamente había triunfado la dictadura. El diálogo, como se denunció, dilató toda la estrategia y demolió cualquier vestigio de gallardía que surgía en las calles. Fue alargado con insensatez e imprudencia. Incluso, frente a las bastedades del régimen, la oposición sostenía que el diálogo debía seguir.
Ahora, cuando ya el fracaso es evidente, aparecen los responsables a decir que, al final, se cometieron errores. Errores, se debe decir, que tuvieron un alto costo. Errores que permitieron a la dictadura volver a salir airosa. Errores que permitieron a Nicolás Maduro robustecer la Revolución y expandir la ilegalidad. Y errores que, de haberse escuchado las advertencias y de haberse dejado a un lado la soberbia, se hubiesen evitado.
Nos encontramos a pocos días de que acabe este año y el balance es dantesco: se perdió el revocatorio porque, como dijo Capriles, “no se defendió apropiadamente”. Ocurrió el bochornoso acto de los diputados de Amazonas. El Tribunal Supremo de Justicia se consolidó como brazo ejecutor del régimen. La Asamblea Nacional fue incapaz de designar a los nuevos rectores del Consejo Nacional Electoral —en cambio, el régimen pudo hacerlo. Se evadió el debate de la partida de nacimiento —y otros—. Se acrecentó la colección de presos políticos del régimen. No se logró la aplicación de la Carta Democrática Interamericana. Las manifestaciones cívicas en las calles fueron dilatadas por un diálogo cuyos resultados fueron nefastos. Y Maduro logró extender su mandato hasta, al menos, enero —y se volvió, de esa forma, desechable para el chavismo.
Todas estas victorias de la dictadura sobre una mayoría que, por primera vez, contaba con el respaldo de parte importante de la comunidad internacional y que contaba con los argumentos suficientes para trazar una estrategia adecuada, son un terrible salpique que impone una mancha en la historia contemporánea de Venezuela.
No esgrimiré aquí —como he hecho— quiénes creo que son, también, culpables. Si usted le pregunta a la Mesa de la Unidad Democrática, le dirá que son los ciudadanos. Si usted le pregunta a los ciudadanos, obtendrá otra respuesta.
Yo, particularmente, pienso que los héroes de este 2016 son los ciudadanos, quienes han resistido con ímpetu y acompañaron al liderazgo oficial en todas sus decisiones.
Pero hoy es necesario espetar la verdad y dejar a un lado la política consoladora de autoayuda y la constante negación de la realidad: 2016 fue un buen año para Nicolás Maduro. Se afianzó mucho más la Revolución Bolivariana. No dude de ello. Y no se dice esto con presunciones de amargado y «desmoralizador». Al contrario. Nos encontramos en un punto crucial porque, como se mencionó, la voluntad mayoritaria cívica anhela y necesita un cambio de régimen que permita el rescate de la libertad. Es una mayoría que, además, es respaldada por la sensatez y dignidad internacional (no se preocupe por quienes han desempeñado un papel lamentable).
El establecimiento del Proyecto Nacional Simón Bolívar sucederá, inevitablemente, en el fracaso. Las alzas de libertad en otras partes del mundo tropiezan con la implantación de la Revolución Bolivariana. El inminente hundimiento del proyecto socialista terminará en el abandono de la complicidad internacional. Ya lo estamos viendo.
Aunque el balance de este año es fatídico, es, también, momento para continuar erigiendo, sin temor a equivocarse, la integridad y dignidad acertada. Llegará, esperemos, el momento en que la ciudadanía pueda prescindir de los obstáculos que impiden la pronta salida de la dictadura venezolana y permita, de esa manera, imponer una disyuntiva a las fuerzas apropiadas para que colaboren en, al final, el rescate de nuestra libertad.