La pandemia del COVID-19 pudo haber sido una de las primeras catástrofes que por primera vez puso bajo el manto de sospecha en la opinión pública el sacrosanto consejo de las autoridades de Estados Unidos. Sin embargo, ya hace tiempo que las dependencias gubernamentales norteamericanas vienen haciendo agua con recomendaciones fallidas. Probablemente la más escandalosa sea mentira alrededor de la denominada pirámide alimenticia. Un dogma que generó un verdadero desastre y del que nadie, hasta el día de hoy, se hizo responsable.
El triángulo cuya amplia base tiene el conjunto de carbohidratos panificados, pastas y cereales apareció por primera vez en Suecia, con motivo de una crisis económica. A causa del incremento de los precios de algunos alimentos, se recomendó modificar ciertas costumbres alimenticias hasta el momento de la regularización de la economía doméstica. En los Estados Unidos esto vino como anillo al dedo. La potencia, que enfrentaba los desafíos de la Guerra Fría, vio combinar varios factores e intereses que terminarían desembocando años después en la pirámide que generó una enormidad de desórdenes alimenticios en la población.
Uno de los primeros antecedentes fue el episodio cardíaco del presidente Eisenhower en 1955. El grave infarto del mandatario, que casi termina con su vida, le pegó muy de cerca a la población estadounidense. Es que, por esos años, proliferaron en el país los infartos causando miles de muertos.
El exmandatario, además de padecer varios problemas de salud, era un ávido fumador. Pero el lobby de las tabacaleras jugó fuerte e hizo lo posible para separar a su producto de lo que se expandía como una epidemia en los Estados Unidos. Allí comenzó a aparecer un investigador de nombre Ancel Keys que propuso una solución para una población atemorizada: la supuesta relación directa entre las grasas saturadas y los problemas cardíacos. La tesis de Keys obtuvo financiamiento público y de a poco comenzó a construirse el dogma que terminaría volcado en la pirámide alimenticia.
Aunque la responsabilidad de las tabacaleras ya no escapa a la crítica pública, los fabricantes de cigarrillos no fueron los únicos lobistas para la asociación de la grasa con los infartos. En la década del 40, el sector agropecuario representaba solamente el 10% de las exportaciones de los Estados Unidos. Para la década del 70, en el marco de la difusión de la dieta recomendada por las autoridades, el gigante del norte se convirtió en el primer agroexportador del planeta. Mientras se difundía la dieta occidental del consumo de alimentos con base de harina de trigo, el planeta le compraba a los Estados Unidos todo el excedente de la producción. Por esos días, nadie reparó que la agencia gubernamental que debía aconsejar sobre la buena alimentación, también tenía el compromiso de fomentar el sector agropecuario. Ambas funciones terminaron en contradicción y, lógicamente, se priorizaron los socios con recursos multimillonarios.
Sin embargo, luego de dos décadas de constante machaqueo con la pirámide que recomendaba más cereales procesados, pastas y panificados que carnes o pescado, Estados Unidos recibió el nuevo milenio con alarmantes índices de obesidad. Cuando el problema del sobrepeso fue absolutamente evidente, las autoridades comenzaron a responsabilizar a las cadenas de comidas rápidas, sobre todo las hamburgueserías.
Paradójicamente, la estrella de las hamburguesas, es decir, el medallón de carne, era y es el menor de los culpables. El único ítem del tradicional menú cuestionado por la pirámide alimenticia era el vaso de gaseosa azucarada. Además del carbohidrato de las papas fritas en aceite vegetal (que se vendió por años como más sano que la manteca tradicional, lo que terminó siendo otra mentira a la vista de los resultados) poco se dice sobre la presencia del pan, avalado por la pirámide en cuestión. Si uno toma el clásico Big Mac, por ejemplo, parecería el alimento ideal para las recomendaciones gubernamentales: tres pisos de pan, acompañados por algo de vegetales y poca carne.
Con el correr de los años, cada vez más médicos fueron alzando la voz ante el dogma imperante. Mientras que los pacientes con diabetes se multiplicaban (y no siempre respondían al tratamiento tradicional con insulina), muchos doctores comenzaron a evaluar soluciones alternativas en base a la alimentación. En la actualidad, un buen número de profesionales alrededor del mundo coincide que el problema tenía una solución más sencilla y económica de lo que se esperaba. Sencillamente había que ubicar en la base de la pirámide al tercer escalón, intercambiándolo por el que hasta este momento era la base. Detrás de esto estaba la idea, que hace unos años era “revolucionaria” sobre la mentira del consumo de ciertas grasas como el responsable de la obesidad y los problemas cardíacos.
La dieta cetogénica (keto) apareció como una respuesta para un buen número de pacientes que lograron revertir complicados cuadros vinculados a la diabetes, como a personas que deseaban bajar de peso. Aunque haya ido en contramano de todos los consejos recibidos durante casi medio siglo, lo cierto es que este “descubrimiento” no hizo más que recordarnos lo que comieron nuestros ancestros durante milenios. Hoy en día, el consumo de carbohidratos como base de una alimentación sana ya no es respaldado por las autoridades que la beatificaron en el pasado. No pidieron disculpas. Simplemente no hablaron más del tema.