Con una mayoría casi absoluta (una abstención en diputados y la totalidad del senado) salió la ley de “emergencia alimentaria” en Argentina. El proyecto fue impulsado por la oposición peronista con respaldo de la iglesia y fue aprobado rápidamente por el oficialismo, que habilitó su trámite parlamentario. El macrismo quiso sacar de los medios y del debate lo antes posible el nombre con el que se conoció a la ley. La “emergencia alimentaria” se convirtió en un slogan que representa el fracaso de la gestión económica de Mauricio Macri.
Con la promulgación de la normativa en cuestión se incrementa por un año el refuerzo alimentario a comedores y espacios de asistencia urgente para personas con necesidades básicas insatisfechas. La delicada situación no admite mucho debate, es un hecho. Pero lo que debería discutirse (y no se hace) son las causas y los motivos por los cuales Argentina está pasando esta complicadísima situación.
En lo que se vio en el debate de ámbas cámaras, la mitad de la clase política piensa que el país se hundió por las políticas aplicadas desde diciembre de 2015. Para la otra parte, que reconoce el escenario actual, la culpa la tienen los que estaban antes: el gobierno más corrupto de la historia argentina. La discusión se termina en personas y en nombres. No hay menciones serias a los sistemas en cuestión. Es que no puede haberla, los que estaban antes y los que estan ahora, son responsable de las mismas políticas: un estatismo agobiante y un gasto público imposible que genera un sector privado escueto, que no puede dar respuestas para revertir la situación.
Para los que estaban antes, ese era el modelo virtuoso. Para los que están ahora, aunque algunos lo critican en privado, se trata de una vaca sagrada que no se puede tocar. Lo cierto es que ambos son responsables del modelo decadente y de la pobreza injustificable que sufre la Argentina. Es decir, del hambre que golpea a una gran parte del país, por la que supuestamente se rasga las vestiduras la clase política, que en realidad es la única responsable.
Ni oficialismo ni oposición tienen respuestas o propuestas para revertir la situación. El “hambre” que hoy se discute, se trata como si fuera una maldición exógena al contexto económico que la política genera. El absurdo de estas “emergencias”, que ya ni son paliativas, dejan en evidencia que para la clase política el problema en cuestión es como un incendio accidental que requiere acciones excepcionales y de forma urgente. Pero los piromaníacos son ellos y parece que no lo entienden.
Pero, como dice José Luis Espert, el problema no se limita a la clase dirigente, ya que hay una sociedad cómplice. En las calles de todo el país, aunque por estas horas se discute mucho de política, el tratamiento es tan superficial e infantil como en el parlamento. Por un lado están los que piensan que el sistema desastroso que hunde al país es la solución, por lo que hay que incrementarlo y profundizarlo, y por otro están los que apoyan incondicionalmente a un gobierno tibio y cobarde, que no se animó a hacer absolutamente nada y terminó empeorando todo.
La mínima crítica al gobierno actual es para sus seguidores una muestra de traición, deslealtad e incluso de kirchnerismo. Responden de la misma manera (y a veces peor) que como lo hacían los partidarios de la expresidente cuando todavía estaba en funciones. Es una discusión entre sordos en una sociedad tribal y adolescente.
La falsa grieta quedó en evidencia anoche en televisión luego de la aprobación de la ley. El economista liberal Roberto Cachanosky puso blanco sobre negro los costos de la política argentina delante de legisladores macristas y kirchneristas. Luego de un inapelable argumento, donde confirmó que un diputado argentino cuesta 10 veces más que un español, el conductor del informe económico remató: “Muchachos, lloren por los pobres…pero empiecen a mirar por acá”. La respuesta fue una muestra perfecta del nivel decadente de la dirigencia política argentina: el senador macrista se quedó con la boca cerrada sin poder decir nada y la diputada kirchnerista se quejó por el “muchachos”, ya que no se sentía “incluída” por su condición de mujer. Vergüenza es poco.