El arquetipo de una mala concepción de las empresas la encontré hace algunas semanas en esta columna, escrita por una reconocida intelectual colombiana.
Abordar el escrito vale la pena por tres razones. Primero, porque muestra muchas de las creencias que han formado una reputación de las empresas como, a lo sumo, males necesarios para una sociedad.
Segundo, porque refleja en parte la visión —entre ingenua, ignorante y arrogante (¿quién más podría lograr semejante mezcla?)— de algunos intelectuales. Tercero, porque muestra muchas de las ideas equivocadas de nuestra sociedad actual.
La autora enfila sus críticas hacia un proceso de vinculación de jóvenes empleados en la cervecera colombiana, Bavaria. El panorama que pinta es, para ella, triste.
Todo lo deja claro desde el principio: hace referencia a un sistema “descarnadamente capitalista”. Es decir, para ella un proceso de selección de personal es algo cruel. ¿Por qué lo considera algo así? ¿Cree ella que si miles de personas se presentan a un cargo, las empresas deberían contratarlas a todas?
La razón la señala después. Ella ve como algo malo que exista un proceso de selección en el que haya competencia. Una idea actual, políticamente correcta: hablar en contra de la competencia. Como si el hecho de competir negara la naturaleza humana o degradara los comportamientos éticos. Parece desconocer que no hay incompatibilidad.
Pero es una cuestión de ideas. Es normal pensar que la competencia es algo malo. Pero no por consideraciones éticas ni morales: en sociedades que pretendían eliminar la competencia degeneraron en una guerra de todos contra todos, en purgas y en persecuciones. En realidad, el rechazo a la competencia puede reflejar más bien el no deseo de incurrir en el esfuerzo de enfrentarla.
Además, ¿con qué reemplazar tal mecanismo de selección? Es claro que no todos podemos tener todo lo que queramos en todo momento y lugar. La humanidad por muchas razones encontró la competencia como un mecanismo válido, impersonal.
Una alternativa puede ser que sea por el mérito individual. Sin embargo, tendrían que explicarnos nuestros intelectuales quién lo define y cómo. ¿Por voto de la mayoría? ¿No puede existir un mecanismos, esto sí, más injusto que una definición por mayorías del mérito o la necesidad?
Además de la competencia, a la autora le molesta que en el proceso de selección, unos de los “filtros” sea que los aspirantes demuestren compartir los principios de la compañía. Para ella, una empresa no puede tener principios, sino intereses.
Ésta es una visión que parte del desconocimiento de lo que es una compañía y de una concepción ideologizada de los conceptos: ella parece creer que los intereses son malos y los principios, buenos. Por eso, cree que una empresa no puede tenerlos. Ni lo uno ni lo otro.
Pero, además, está el tema de que los compartan. No piensa la autora que tal vez es una buena forma para que los seleccionados se sientan bien. Al fin y al cabo, no hay nada peor que estar donde no se quiere estar. ¡Qué tal ella trabajando en una compañía! Seguramente, sería miserable.
La preocupación, legítima, de la escritora se debe a los niveles de frustración y estrés de los jóvenes. Tanto de los que pasan como de los que no. Es cierto, como humanos no nos gusta experimentar sensaciones o emociones negativas. No nos gusta sentir tristeza, ni rabia ni dolor. Pero eso es la vida. De hecho, una vida feliz, perfecta, no es posible.
Podría pensarse, más bien, que en todas esas sensaciones, buenas o malas, está una buena vida. No podemos evitarlo. Pero la sociedad actual parece estarse volviendo intolerable a cualquier emoción negativa: por ello aparecen tantas soluciones fáciles, para lograr las cosas sin esfuerzo, sin dolor. Por ello, la gente se engaña con que es posible tener una vida perfecta si lee ciertos libros o paga por ciertas cosas. En lugar de pensarse que está bien sentir, se privilegia la búsqueda de atajos.
Por ello, las generaciones más jóvenes son cada vez más intolerantes a la pérdida o al fracaso. Pero la autora, en su preocupación, desconoce que no hay forma de evadirlos. ¿Cómo? Cualquier cosa puede ser fuente de estrés o de frustración.
Al final, muestra la arrogancia del intelectual: dice que esos jóvenes, en lugar de estar en ese proceso de selección, deberían estar “viviendo” (algo muy difuso que ella define como buscar y explorar). Pues los jóvenes están buscando y explorando opciones. No es claro por qué para la autora esa búsqueda y exploración no son “legítimas”.
Pero, además, demuestra dos problemas. Primero, la imposición de escala de valores. Está bien que ella crea que eso no es vivir, pero posiblemente esos miles de jóvenes que se presentaron sí. No es malo para ellos. ¿Por qué pensar que sí?
En la sociedad actual, es minoría ahora el que quiere tener una vida convencional. Está bien tener alternativas, pero esa también es otra alternativa. Segundo, la concepción de lo que es adecuado: trabajar también es vivir. No todos tienen que pensar que estar en una empresa o su desarrollo profesional sea algo malo.
Así, de una sociedad con muchas alternativas, estamos llegando a una en la que la alternativa es hacer solo lo que políticamente correcto se cree está bien: “vivir”, como si fuera una sola forma de hacerlo.
Estamos logrando una sociedad en la que se piensa que pueden existir situaciones, modelos ideales en los que no tenemos que atravesar por emociones negativas, que no nos gustan. Olvidamos que todas las utopías experimentadas hasta hoy solo han generado dolorosas distopías.
Las emociones que se pretendía eliminar se convierten en la norma, en lo único que se puede experimentar. Estamos generando una sociedad en la que se desprecian los mecanismos que, con todas sus imperfecciones, nos han permitido alcanzar niveles de vida como los que tenemos hoy. Incluso, en los que hay personas que se dedican exclusivamente a ilusionarse con utopías y de eso viven.