A veces la resistencia a limitar la acción estatal se encuentra en la confusión entre intenciones y resultados. Parece que muchas personas, incluso premios Nobel, confunden el deseo con el fin.
Esta semana me encontré con dos columnistas, una colombiana y otro estadounidense, que ejemplifican lo anterior.
Claro está que no son los únicos, ni los mejores ejemplos. Además, a primera vista, no tienen mucho en común. La periodista colombiana critica el que unos recursos de un banco estatal (que ella confunde con “público” y “propiedad de todos”) lleguen a manos de unos de los hombres más ricos del país. El premio Nobel estadounidense expresa su preocupación, como ya es común desde noviembre de 2016, por las decisiones del presidente Donald Trump.
No obstante, ambos no ven que si fueran coherentes y si tuvieran conciencia de las implicaciones de sus creencias (políticas, ideológicas y teóricas), su molestia no tendría justificación.
La periodista colombiana se ha reconocido de izquierda. El Nobel estadounidense es un crítico de lo que él llamó “fundamentalismo de mercado”; que no es sino una crítica a los acuerdos comerciales y a las instituciones financieras internacionales, lo que él identifica como globalización.
Ambos no reconocen que sus posiciones, por más bienintencionadas que sean, generan, aplicadas de manera coherente, lo que esta semana criticaron en sus columnas de opinión. La visión romántica que tienen de sus intenciones – y de la forma de lograrlas – les impide ver la realidad de lo que promueven.
Un Estado como lo piensa la izquierda social solo existe en sueños. Los políticos y burócratas no son ni los más preparados ni los más virtuosos. Sus decisiones no las toman pensando en un difícil de definir interés general, sino en el suyo propio.
Con estas realidades y en un contexto en el que se desconectan las decisiones individuales de los resultados y sus costos, algo que describió la Escuela de la Elección Pública, no debe causar sorpresa que exista una connivencia entre poder político y poder económico, privilegios para los representantes de uno y otro y, claro está, la extracción de rentas para ambos.
La sorpresa de la periodista colombiana demuestra su incapacidad para pensar en las implicaciones de lo que tanto predica.
Del otro lado, las posiciones del Nobel son más complejas. Está bien – es necesario – criticar a organizaciones como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y a los bancos de desarrollo regionales. Pero la crítica no puede quedarse, como lo hace Stiglitz, en lo superficial: la existencia de condiciones, la dirección de las organizaciones o las políticas que promueven.
Esas organizaciones son un problema, entre otros, por su carácter de burocracias internacionales y porque perpetúan la estatización de la economía junto con un agravamiento de problemas de información asimétrica, principalmente, de riesgo moral.
Algo similar sucede con los acuerdos comerciales. Estos no promueven el libre comercio sino la existencia de más y más tratados. Pero también pueden entenderse como un punto intermedio hacia la apertura comercial y, por lo tanto, menos dañinos que una política de economía cerrada.
Stiglitz afirmó por años que la globalización (por lo menos como él la entiende) era indeseable. Al fin cuando llegó al poder un personaje que representa todo lo que le Nobel había promovido, trata de lavarse las manos: porque al fin ve las implicaciones de sus posiciones.
La crítica más reciente es sobre la decisión de Trump de retirarse del Acuerdo de París. No podría haber un tema más políticamente correcto para que Stiglitz tratase de confundir a sus lectores sobre las implicaciones de sus posiciones. Pero no hay que permitirlo: Stiglitz consideró como indeseables las organizaciones internacionales con las que él no estaba de acuerdo y denunció, por supuestos efectos perversos, los acuerdos que iban en contra de sus posiciones estatistas.
No podía esperar que el rechazo al internacionalismo, al multilateralismo y a los tratados se concentrara solo en los casos que a él le molestan tanto. Sus opiniones, aplicadas consistentemente, explicarían la parte de la política exterior de Trump, que tanto parece indignar hoy a Stiglitz.
Es difícil pero necesario tener conciencia sobre la tríada intención – medio – resultado. Tener buenas intenciones no garantiza los resultados si no se tienen en cuenta los medios. Y a esto hay que sumarle una variable determinante: la implementación. Incluso si se encuentra una coherencia entre intención, medio y resultado, la realidad puede variar según cómo se ponga en práctica el medio.
Como si fuera poco, muchas veces se olvida tal vez lo más importante: las implicaciones éticas. Puede haber una relación perfecta en la tríada y una implementación impecable pero si se afectan los principios sociales (como la libertad), de nada sirven los resultados.
Algo tan sencillo como lo anterior parecen olvidarlo, incluso, premios Nobel e intelectuales. Luego, cuando ven implementadas sus ideas, observan sus resultados y experimentan las implicaciones éticas se escandalizan. Se quedan en las buenas intenciones, pero eso no solo es equivocado, sino irresponsable.