Ocho años tenía sin pisar Chile. Mis recuerdos de la primera vez que visité el país austral son más bien neutros. En aquella ocasión, a pesar del crecimiento económico, no encontré el país desarrollado que descubriría casi una década después.
En esta oportunidad no pasaron diez minutos para que me percatara de lo que significa estar a la cabeza en una región, la sensación de planificación, crecimiento y desarrollo son notables con solo poner un pie en el Aeropuerto Internacional Arturo Merino Benítez. De entrada, la diversidad en tiendas, restaurantes y cadenas internacionales es una señal de apertura económica, y hasta el diseño arquitectónico armónico de las salas de espera da cuenta del progreso.
Ya de camino al centro de Santiago descubrí autopistas de primer nivel, elevados, túneles amplios, construcciones, edificios que hace pocos años no existían y, paralelamente, comercios cerrados, con láminas de madera en sus puertas y ventanas para protegerse de la arremetida de protestantes irracionales que han destruido la capital.
Para explicar esta historia vale recordar que Chile fue el país más pobre de los conquistados por los españoles, y a base de mercado fue desbancando a los vecinos hasta convertirse en el más rico de todos, con el mayor índice de desarrollo social y mayor esperanza de vida de América Latina. Tanto es así, que en las últimas tres décadas el ingreso de los más pobres creció proporcionalmente más que el de los ricos. De hecho, su capacidad de compra se incrementó por seis. Pero llegó el socialismo a contaminar el sistema e inició el estancamiento económico.
En octubre del 2019 se desataron unas protestas en Chile que destruyeron su principal sistema de transporte público. La quema de casi un centenar de estaciones de metro condujo al país al oscurantismo. Iglesias, bancos, supermercados, tiendas, edificios públicos han sufrido la calamidad de grupos radicales que piden “cambio de sistema”, “muerte al neoliberalismo”, propiciando la conversión de Santiago de centro financiero a reino de las tinieblas.
Los chilenos aducen, entre otras cosas, que existe desigualdad en el país, que los ingresos no alcanzan, que el sistema de pensiones está desfasado, que la educación es costosa. ¿Tienen razón? En algunos aspectos sí, en otros no.
El sistema de pensiones en el país ciertamente presenta fallas estructurales bastante notables, y la matricula académica es de difícil acceso para una gran parte de la población. Sin duda alguna estos aspectos merecen ser analizados y ameritan mejoras, pero esto, lejos de ser un problema del modelo económico, es una deficiencia lastrada durante décadas por los diferentes gobiernos chilenos.
Por otra parte, la desigualdad ha sido siempre al as bajo la manga del discurso populista. Alentar a las masas en razón de que hay ricos y pobres en una sociedad no es nada nuevo. No obstante, como ya se explicó, la capacidad de ingreso del chileno de bajos recursos creció muy por encima de la de los más adinerados. Esto quiere decir que el modelo estaba precisamente sacando a los ciudadanos de la pobreza. De hecho, el último informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) indica que Chile es el país con menos pobreza de la región.
Sin embargo, desde hace un par de años estos índices comenzaron a desmoronarse lentamente. Esto se debe precisamente a las medidas promulgadas por Michelle Bachelet, quien modificó el sistema que convirtió al país austral en la potencia de América del Sur. La presidente socialista incrementó el intervencionismo estatal, subió los impuestos empresariales en más de un 35 %; sus reformas metieron a Chile en el top 3 de los países con mayor tributación empresarial a nivel mundial, lo que espantó las inversiones, reduciéndolas en un 30 % para el 2016, y estableció una reforma laboral que encareció la contratación de empleados. Todo esto pausó el crecimiento, la recolección de tributos fue mucho menor, disminuyeron los puestos de trabajo y el país entró en un bache económico.
Bachelet intentó tapar sus fracasos en materia económica con un gasto público elevado a través de misiones sociales, un rasgo típico de gobiernos socialistas. Esto pudo maquillar un poco su gestión frente a las clases bajas del país, pero el resultado fue un incremento de la deuda nacional y la destrucción paulatina de las finanzas. Los números en ese sentido son irrefutables: en el trimestre inicial del primer Gobierno de Sebastián Piñera, Chile crecía a un ritmo de 5,9 % anual, las políticas de Bachelet llevaron esta cifra a un 1,5 % en 2016.
En la actualidad, Santiago trabaja a media máquina. Caminé por las calles del centro, muy cerca del Palacio de la Moneda, un martes, y parecía un domingo a las 7:00 de la noche: poca gente, individuos encapuchados y los comercios cerrados con ventanas rotas y grafitis invocando el comunismo en sus paredes.
La sensación al caminar por esa Santiago anárquica me trasladó a las protestas del año 2014 en Venezuela. En especial a San Cristóbal (mi ciudad natal), cuando durante tres meses estuvo completamente paralizada para tratar de impulsar la salida de Maduro. La enorme diferencia es que nosotros estábamos y seguimos batallando contra el sujeto encargado de hambrear y asesinar a los venezolanos; los chilenos batallan contra el sistema que los llevó a convertirse en el país más rico de la región.
Lo que ocurre actualmente en Chile debe preocuparle no solo a los chilenos, sino a todos los hombres del mundo que defienden la libertad, el progreso y que creen en el crecimiento de todos, y no en la aniquilación de las libertades y las riquezas a través del socialismo. El país austral es la prueba viva de que los sistemas de mercado libre y la defensa a la empresa privada es el camino para combatir la pobreza. Por eso la izquierda internacional quiere verle destruido.
La propaganda comunista en cada esquina de Santiago es notable y se reproduce por montones, hasta el punto de resultar casi incómodo transitar sus calles, pues no hay forma de no toparse con mensajes que invoquen a la destrucción del capital y al anarquismo social. Lo más preocupante es que una buena parte de los chilenos que protestan lo hacen por causas completamente ajenas a las que sus reclamos están capitalizando, porque algunos solo piden reformas en el sistema de pensiones, pero todo se ha transformado en mensajes inminentes hacia la muerte del neoliberalismo, el destierro a las políticas de los Chicago Boys, la puesta en marcha de una nueva Constitución de corte socialista y el inicio de una nueva era de destrucción progresiva que ya otros países de la región transitaron.
Si bien el actual presidente Piñera no es el culpable de las políticas económicas que estancaron la economía, sí ha sido el responsable de propiciar de forma indirecta el sostenimiento de las protestas. De forma irracional le ha dado la razón a quienes han quemado el metro de Santiago y destruido parte de la ciudad, ha victimizado al manifestante y criminalizado la actuación de los carabineros que defienden su Gobierno constitucional. A este paso, pronto los socialcomunistas le pasarán por encima a todo el sistema, o las fuerzas policiales, hartas de ser criminalizadas por el Ejecutivo y golpeadas, quemadas y agredidas por los ciudadanos, terminarán dando un paso al costado abriendo paso a una anarquía mucho mayor.
Es cierto, Chile despertó. Despertó del sueño del crecimiento y el desarrollo tan ajeno a los países de América Latina, para toparse con una triste, patética y lamentable realidad: los ciudadanos latinoamericanos somos los principales enemigos de América Latina.
Chile despertó del sueño plácido. Ahora se vendrá la pesadilla.