Por Antonio G. Rodiles
En el caso cubano, el régimen se encuentra en una crisis quizás mayor que la enfrentada posterior al colapso del bloque comunista de Europa del Este. Sin embargo y muy lamentablemente, esto coincide con una oposición, tanto dentro como fuera de la Isla, que vive su peor momento en lustros. La interna, se encuentra en su mínima expresión, completamente a la defensiva y apenas sobreviviendo. En el exilio, existe un evidente vacío de liderazgo, una trivialización de la escena política y una diseñada ausencia de pensamiento crítico.
Esta situación tiene viejas raíces: primero, la cruel y desmedida represión del régimen; segundo, la falta de apoyo y voluntad política de quienes deberían ser nuestros aliados; tercero, errores propios que por momentos rayan en lo autodestructivo.
La falta de apoyos ha transitado desde el desinterés y apatía por Cuba; la imposición de agendas, en su casi totalidad, desvinculadas de la realidad; hasta la complicidad con el régimen.
Uno de los más notorios ejemplos fue la agenda de deshielo de Barak Obama, donde se pregonaba una “contaminación democrática” a partir de una apertura a la tiranía, aunque en la realidad se tendía una alfombra roja al neocastrismo, un regalo a los herederos de la “casta revolucionaria”.
La administración del presidente Donald Trump reactivó la política de sanciones, estrategia necesaria pero no suficiente. Paralelamente y bajo la asesoría de políticos cubano americanos, se seleccionó a dedo qué grupos y activistas tendrían protagonismo y cuáles no. Como era de esperar, los resultados no fueron los esperados.
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Como último ejemplo, tenemos a la administración de Joe Biden, enfocada claramente en descafeinar y casi dar jaque mate, a la ya maltrecha oposición que clama por cambios profundos. Dando paso a una espuria visión “economicista” y promoción de la agenda y activistas vinculados a las políticas de identidad, ideología woke o progre.
Esta visión no solo se circunscribe a la Isla sino que es parte de la agenda del Partido Demócrata y de un profundo entramado burocrático y político que terminan definiendo mucho de la política exterior de los Estados Unidos.
Es posible también identificar la estrategia de la actual administración de cambiar la composición socio política de un exilio claramente debilitado.
La administración Biden ha hecho uso del previo cierre migratorio para pasar a una selectiva y conveniente adjudicación de visas en la embajada de la Habana. La admisión a los EEUU, como posible refugiado político, tiene profundos cuestionamientos. Ha terminando tributando a la estrategia del régimen castrista de cambiar la composición política de la diáspora, al tener la oportunidad de despachar hacia la frontera de EUA a incontables agentes o individuos afines, que entran bajo débiles controles.
En contraste, esta sede no solo no ha reabierto el programa de refugiados políticos, sino que ha rechazado atender peticiones puntuales de opositores en situación de acoso, hostigamiento, y desespero, por supuesta de “falta de personal”; personal que aparece para atender a delegaciones culturales y académicas del régimen.
Los encuentros y reuniones en dicha sede, han mantenido un carácter limitado o casi nulo con la verdadera oposición.
Todo lo anterior señala claramente la intención de las élites del partido demócrata de mantener una relación de convivencia estable con el totalitarismo castrista que debe ir mutando a un neocastrismo woke más “potable”.
Las contradicciones con el partido demócrata, de la mano de Kamala Harris, en relación a la libertad de Cuba y al propio desarrollo de la diáspora, son de fondo.
En contraste, con los republicanos, de la mano de Donald Trump, existe una concordancia fundamental en los principios conservadores aunque sin dudas es urgente que se escuchen nuevas voces que permitan construir una política realista y fundamentada frente a la tiranía.
Una nueva política hacia la Isla debe favorecer tanto los intereses de los Estados Unidos, como del pueblo cubano en su camino a la libertad.