Tras los terribles atentados en Barcelona y Cambrils, que se cobraron más de un centenar de víctimas entre heridos y fallecidos, España tenía una oportunidad de oro para enviar un mensaje de unidad contra el terror. Hablamos de un país que no solo ha sufrido durante décadas la lacra del terrorismo de ETA, sino que también enfrenta las consecuencias del yihadismo desde la masacre del 11 de marzo de 2004 en la estación de tren de Atocha, en Madrid.
Lamentablemente, el buenismo ha copado el relato político y mediático de lo ocurrido. Apenas ha quedado espacio para la firmeza y la afirmación de nuestros principios, esos que han hecho de España una sociedad abierta, libre y próspera. Lo que predomina es un relato absurdo, según el cual los atentados fueron perpetrados por unos jóvenes muy normales y muy integrados. Parecería que su mente hubiera subido un cortocircuito y, en un momento de locura, hubiesen cometido los ataques. Y la realidad es otra muy distinta.
Como revela la investigación policial, no estamos ante un ataque súbito e inesperado, sino ante el lamentable colofón de un largo proceso. Recordemos, de hecho, que los atentados perpetrados en Barcelona y Cambrils fueron el “plan B”, porque el objetivo inicial en el que llevaban meses trabajando los terroristas pasaba por hacer explotar tres furgonetas repletas de triperóxido de triacetona, un devastador explosivo conocido popularmente como “la madre de Satán”. Entre los objetivos de los yihadistas estaba el templo de la Sagrada Familia, catalogado como Patrimonio de la Humanidad.
También se ha cultivado en las últimas semanas el aplauso acrítico a la policía regional de Cataluña. Y todo a pesar de las informaciones que han salido a la luz y que, como ya explicamos la semana pasada, ponen en tela de juicio la efectividad del cuerpo a la hora de prevenir ataques como los sufridos durante este verano.
Sí, la lucha contra la violencia política en España ha mejorado notablemente con el paso del tiempo, sobre todo a raíz de los años de gobierno de José María Aznar, cuando la banda terrorista ETA sufrió un importante retroceso en sus posiciones. Y sí, desde el 11-M hasta el pasado año, las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado han efectuado más de 650 detenciones en el marco de la lucha contra el yihadismo. Pero la amenaza sigue ahí, como demuestran los atentados de Barcelona y Cambrils, de modo que la autocomplacencia no solo no nos hace más fuertes sino que amenaza con paralizar un esfuerzo que siempre debe estar en permanente revisión, con ánimo de aplastar al terrorismo solo con la ley, pero con toda la ley.
Otro mensaje que parece haber calado es el de la importancia de contener la “islamofobia”. Resulta curioso que los mismos independentistas catalanes que insisten en este punto son también los que se dedican a promover la hispanofobia veinticuatro horas al día, siete días a la semana. También es llamativo que la extrema izquierda que enarbola esta bandera es, a su vez, la misma que machaca y machaca contra el catolicismo y, cuando toca, contra el judaísmo.
Pero, dejando estas contradicciones aparte, hablemos del asunto de la “islamofobia”. En España, la población musulmana se ha multiplicado por diez en los últimos veinte años, pasando de 200.000 personas en los 90 a casi dos millones en la actualidad. En la medida en que esa población acepta las tradiciones y los valores de la sociedad abierta, no hay choque de civilizaciones alguno. Otra cosa es que se pretenda la tolerancia con quienes predican un islamismo radical… pero por ahí sí que somos millones los españoles que no estamos dispuestos a pasar, pues no estamos por la labor de legitimar la opresión de la mujer, la persecución del homosexual, el cuestionamiento de la legitimidad del Estado de derecho, el rechazo al capitalismo o la legitimación del fanatismo y la violencia, en nombre del Corán.
Ese integrismo sí genera rechazo social. Y ese rechazo social es bueno y es necesario, porque brota de la necesidad y la voluntad de defender nuestra forma de vida y nuestras libertades, que son lo que nos ha hecho grandes como país. Es más: si dentro de las propias comunidades musulmanas se actuase con más contundencia a la hora de impedir estas desviaciones que siembran tantas dudas sobre la compatibilidad del islam con la democracia liberal, seguro que todos los españoles dormiríamos mucho más tranquilos.
Hay un asunto más en el que vale la pena detenernos. Para rizar el rizo, las fuerzas de la extrema izquierda y del independentismo catalán han hecho pinza a la hora de cargar contra todo tipo de instancias: Casa Real, Gobierno de España, sector armamentístico… Todo vale para evitar el irrenunciable señalamiento de los únicos responsables de estos terribles ataques, que por supuesto son el Estado Islámico y sus terroristas. Pero, si no somos capaces de decir alto y claro quién es nuestro enemigo, ¿cómo vamos a combatirlo? ¿Cómo vamos a acabar con esta amenaza, que constituye una auténtica prueba de fuego para España y todo Occidente?