En 1985, los académicos del IESA Moises Naim y Ramon Piñango publicaron su icónico estudio “El caso Venezuela: una ilusión de armonía” ya hoy por su sexta edición. El resultado principal del mismo, palabras más palabras menos, era que la sociedad venezolana había creado una singular concertación, no de élites sino de casi todos los núcleos de la sociedad, dándole a cada uno por así decirlo su pedacito de la torta petrolera.
A los ciudadanos una moneda sobrevaluada que les hacia barato cualquier gasto o inversión en el exterior, a los empresarios mecanismos de protección de sus negocios, a los trabajadores sindicatos de empresa públicas con los que el poder era complaciente, a los militares sus juguetes de guerra y jerarquías, y hasta las izquierdas irredentas pacificadas el control de las universidades, en particular sus cátedras de ciencias sociales.
Esa ilusión permitió no tomar las medidas que se requerían para terminar de hacer a Venezuela una sociedad moderna preparada para afrontar los retos de una mundialización creciente que ya se vislumbraba. Pero comenzó a resquebrajarse el Viernes Negro de 1983, cuando los gobernantes descubrieron la devaluación de la moneda y el control de cambios como mecanismo sustitutivo de la creación de riqueza en el manejo de la economía. De ahí en adelante se fueron por la borda ocho décadas de asepsia monetaria que permitieron que Venezuela tuviera la tasa de inflación más baja, y la de crecimiento más alta del mundo durante por lo menos 40 años.
Así como aquel “millardito” que Chávez le extrajo al BCV para Fonden en julio del 2005 se convirtió en el saqueo del las reservas y quiebra de PDVSA 13 años después, la “devaluacioncita” del viernes negro de Bs 4.30 a Bs 6,00 en 35 años termino siendo de 6.600.000.000. Marchas y contra marchas, y el ser propensos a siempre escoger la peor entre varias opciones de políticas económicas en cada recoveco del camino, nos ha traído a lo que solo se puede caracterizar como el colapso definitivo de la ilusión de armonía y el populismo como forma de vida.
Lo más joven y preparado de nuestro cuerpo social ya ha votado con los pies, y se abre camino en el exterior, pero quienes permanecen ya no se hacen ilusiones de que algo que venga regalado de los gobernantes vaya a tener mucho valor. Y en eso tal vez este la luz al final del camino y la esperanza de que el país vuelva a renacer de sus cenizas.
El renacer de Venezuela partirá sin duda de una población a la que difícilmente se le podrá mesmerizar con cantos de sirena y discursos rimbombantes. Quienes pretendan recibir la aprobación de los ciudadanos tendrán que aplicar políticas sensatas, en un país donde cada ama de casa es probablemente mejor candidata a ministro de hacienda que los que hoy por hoy desempeñan el cargo.
Curiosamente se está produciendo un fenómeno hasta ahora inédito. A pesar de la diatriba, y de la información distorsionada de los gobernantes, si es que algo informan, se ve asomar los atisbos de un consenso de que hay que hacer para lograr el renacer del país.
Cada vez son más similares las soluciones que se proponen: No se puede hacer nada sin financiamiento externo; hay que potenciar la industria petrolera, y eso solo lo puede hacer la inversión privada; hay que estabilizar los precios con una dolarización o algo que se les parezca; es necesario que los empresarios se les permita emprender; y el gobierno tiene que arroparse hasta donde le llegue la cobija, deslastrándose de empresas que en sus manos son perdidosas o cuando menos ineficientes y clientelares.
Desde La Otra Vía, ahora en nuestro año 20 en el aire, hacemos votos porque ese consenso subyacente que vemos que despunta se materialice en el año que se avecina, para que el país recupere la senda de crecimiento y bienestar que perdió desde hace ya varias décadas.