
English “Los canadienses quieren vivir en paz”, declaró el primer ministro John Diefenbaker a la nación en 1960, en medio de la Guerra Fría.
Aquellos fueron tiempos difíciles. Los Estados Unidos y la Unión Soviética se dividían el mundo y expandían su influencia. Conflictos de poder, juegos de espionaje, sanciones y la amenaza de la guerra nuclear resonaban en los titulares alrededor del mundo.
Con todo, a pesar de la presión de su vecino del sur, Canadá mantuvo la cabeza fría y se mostró firme en su compromiso con la paz. El país evitó los peligros de la Guerra de Vietnam, acuñó una relación amistosa con Cuba en vez de firmar el embargo de los Estados Unidos, y desplegó miles de delegados de la paz en la misiones de su poderoso vecino en el canal de Suez, el Congo, Siria y muchos otros
Ahora, 50 años más tarde, incluso tras evitar diversas y desastrosas guerras a lo largo de las décadas, Canadá se ve a si misma bombardeando estratégicamente piezas de un Irak dominado por el Estado Islámico (EI).
Irónicamente, Canadá se mostraba reacia a enviar soldados y bombas a la primera iniciativa dirigida por los Estados Unidos en 2003. En este momento, en cambio, ha tomado un papel protagónico y flexiona sus músculos de bombardeo.

Ello representa un largo trecho de aquella mentalidad de “primero, representantes de la paz”, construida a lo largo de casi cinco décadas de política exterior canadiense.
La página web de las Naciones Unidas en Canadá se jacta de que “a la fecha, cerca de 125.000 canadienses han servido en alrededor de 50 misiones de la ONU”.
Una de las más notorias fue la misión en la era del genocidio de Ruanda, dirigida por el general canadiense Roméo Dallaire entre 1993 y 1994. Desde aquellos tiempos, no obstante, Canadá lentamente ha desechado sus valores como agente de la paz y ha apostado por un rol más oscuro en los asuntos mundiales.
De acuerdo con las Naciones Unidas, ha disminuido sustancialmente el número de sus Fuerzas de Paz desplegadas de 3.336 miembros en 1993 a solo 113 hoy, los cuales, en su gran mayoría, son policías militares en zonas de guerra a lo largo del continente africano. Solo en la última década, ese número se ha mantenido estable.
En la era del músculo canadiense, los militares, en vez de los delegados de paz, reciben el primer llamado.
Tal es el caso de la Operación Athena, una misión de apoyo canadiense a la OTAN durante la ocupación de Afganistán. Esta comenzó con unas pocas docenas de comandos de Fuerzas Especiales en 2001 y se expandió a miles de soldados canadienses que gobernaron enteramente las provincias de Kandahar y Helmand desde 2003 hasta la salida de las tropas de combate en 2011.
Los últimos soldados canadienses regresaron a casa desde Afganistán en marzo de 2014, tras casi tres años en un “rol de asesoramiento y capacitación”, de acuerdo con el Gobierno conservador del primer ministro Stephen Harper.

Ni siquiera pasaron seis meses antes de que los militares canadienses se encontraran preparando de nuevo los motores de sus aviones de caza para otra intervención en el Medio Oriente, esta vez en Irak.
A partir de noviembre del 2014, el despliegue canadiense para bombardear partes del territorio iraquí controlado por los fanáticos yihadistas del Estado Islámico, una operación llamada IMPACTO, pretendía ser una misión de 30 días de bombardeos aéreos. Pero, como se esperaba, han ido mucho más allá de eso.
Es probable que los disparos de las últimas semanas entre los combatientes del Estado Islámico y las fuerzas especiales canadienses en el territorio iraquí solamente atrinchere a Canadá en una cada vez más en esta desconcertante misión que busca bombardear a los enemigos del enemigo declarado de Canadá: Bashar al-Assad, presidente de Siria.
“Canadá ha estado, y estará, con la gente de Siria en su lucha por la libertad y la democracia en contra del régimen tiránico y asesino de Bashar al-Assad”, expresó el ministro de Relaciones Exteriores de Canadá, John Baird, en septiembre del 2013.
Apenas un año después, Canadá dio apoyo aéreo a las muchas personas que clamaban por el derrocamiento del régimen de Assad.
Cuando el Gobierno fue cuestionado respecto a la magnitud, duración y objetivo preciso de la campaña de bombardeos en Irak dirigida por Thomas Muclair, el líder de oposición de la nueva plancha democrática —en septiembre, el secretario parlamentario Paul Calandra— respondió con un absurda declaración acerca de la lucha de Israel contra el terrorismo.

“El líder de la oposición no parece comprender que nuestros amigos en Israel están en la primera línea combatiendo al terrorismo”, expresó Calandra, no una, sino dos veces en respuesta a las preguntas de la oposición.
Estos son tiempos desconcertantes.
De manera segura, los canadienses se pueden preguntar a si mismos: ¿cómo llegamos exactamente hasta aquí?
Algunos podrían decir que todo fue por el crecimiento del terrorismo yihadista, una amenaza en contra del pueblo canadiense.
Pero seamos francos: los problemas de Canadá con el terrorismo radical islámico comenzaron cuando Canadá desplegó a su primer soldado para apoyar la misión de la OTAN de invadir Afganistán. Desde entonces, todo se ha vuelto peor con la participación de Canadá en los bombardeos a Irak para sacar al EI y a sus amigos.
Eso es exactamente lo que las autoridades judiciales encontraron en sus investigaciones tras los atentados terroristas contra el suelo canadiense y precisamente lo que los supuestos perpetradores confesaron, tanto antes de ponerse en acción, como en la corte.
El trastornado hombre que mató a una persona e hirió a otras tres en Parliament Hill el pasado octubre “lo hizo por la política exterior canadiense,” expresó el comisario de la Policía Montada de Canadá, Bob Paulson. El hombre que asesinó a un soldado canadiense solo dos días antes estaba “realmente enojado frente al apoyo de Canadá al bombardeo de [EI] en Siria e Irak,” indicó uno de sus amigos. Y podríamos seguir enumerando.
Esto ha creado un circulo vicioso en el cual las acciones del Gobierno, principalmente en cuanto a la intervenciones extranjeras en Afganistán e Irak, han llevado a los islamistas radicales a cometer actos de terrorismo contra de civiles canadienses dentro del país, dando el pretexto para la aplicación de dañinas leyes anti terroristas que limitan la libertad de expresión e inmunizan y envalentonan a los servicios de seguridad de Canadá.
En vez de responder a los conflictos en el Medio Oriente con una resolución de problemas razonada, Canadá ha comenzado a lanzar puñetazos y prestar apoyo a sus aliados Estados Unidos y Gran Bretaña.
Canadá ha abandonado su reputación como uno de los agentes más importantes de la paz por una política exterior más muscular, y eso le ha costado ganarse más enemigos, tanto afuera como dentro del país.

¿Por qué hemos llegado hasta aquí?
Podríamos mirar la creciente industria bélica en busca de algunas referencias.
Del 2012 al 2013, los 20 fabricantes más importantes de equipos de defensa de Canadá ganaron cerca de US$2,1 mil millones en contratos con los departamentos de defensa de Canadá y EE.UU., según el Proyecto Ploughshare, una organización canadiense sin fines de lucro dedicada al registro de los gastos del país en tiempos de guerra. El monto es suficiente para cubrir el déficit presupuestario anual de Canadá.
La necesidad constante de equipar a nuestros soldados y a los de aliados de Canadá con instrumentos de guerra mantiene la economía a flote. Esta es una teoría.
Pero sea cual sea la razón, Canadá está envuelta profundamente en la guerra y en un conflicto que no tiene un final cercano visible.
Los canadienses, del mismo modo que Diefenbaker lo expresó en 1960, quieren Paz. Es tiempo de que la gente le recuerde esto a su Gobierno.
Traducido por Génesis Méndez. Editado por Adam Dubove.