
EnglishEl que una profesora intente legitimar la represión dirigida por el Estado contra manifestantes estudiantiles es problemático en cualquier caso.
Pero cuando el intento se lleva a cabo en el aniversario de una gran masacre de estudiantes, merece que se le analice en detalle.
El 4 de mayo, a cuarenta y cuatro años del día en que las tropas de la Guardia Nacional de Ohio, Estados Unidos, irrumpieron en la Universidad Estatal de Kent y abrieron fuego contra estudiantes que protestaban contra la guerra de Vietnam, una profesora asistente de la Escuela de Asuntos Internacionales y Desarrollo Global de la Universidad de Ottawa, Canadá, publicó un artículo en el que desestima la represión dirigida por el Estado contra los manifestantes estudiantiles en Venezuela.
Según Susan Spronk, los medios de comunicación internacionales han bombardeado erróneamente al público con “imágenes de manifestantes estudiantiles ‘inocentes’ —en su mayoría del bastión académico de la élite venezolana, la Universidad Central de Venezuela (UCV)— siendo brutalmente reprimidos por las fuerzas de seguridad del Estado”.
El artículo de Spronk, publicado en Bullet (una publicación periódica del Proyecto Socialista), se pregunta por qué la prensa simpatiza con manifestantes “de derecha” cuando la legitimidad del régimen venezolano está respaldada —claramente para Spronk, aunque no tanto para otros— por un mandato electoral válido.

En los turbulentos días que precedieron al tiroteo de la Universidad Estatal de Kent (y al que le siguió en la Universidad Estatal de Jackson), Spiro Agnew, para entonces vicepresidente de Estados Unidos, ofreció una “modesta sugerencia” a la comunidad académica: “La próxima vez que una turba de estudiantes exigiendo sus demandas no negociables comience a lanzar piedras y ladrillos, imagínense que están usando camisas marrones (es decir, nazis) o sábanas blancas (es decir, Ku Klux Klan) y actúen en consecuencia”.
La idea de que las fuerzas del Estado podían balear indiscriminadamente a supuestos hippies y anarquistas agitadores (o en términos del presidente Nixon, “vagos“) fue ampliamente repudiada después de la masacre de la Universidad Estatal de Kent, incluso por Agnew y, como es lógico, por la comunidad académica.
Hoy, sin embargo, lo que un estudioso llama la lección de la Universidad Estatal de Kent —la noción ampliamente aceptada de que la vida de “cada estudiante es intrínsecamente valiosa”— puede que esté siendo atacada.
La última ola de protestas estudiantiles contra el debilitado gobierno socialista de Venezuela se desencadenó en febrero, tras un intento de violación a una estudiante de la Universidad de Los Andes, en el estado occidental de Táchira.
El asalto fue la gota que derramó el vaso. Los estudiantes salieron a las calles, primero en San Cristóbal y luego en los municipios y universidades de toda Venezuela para protestar por una gran cantidad de problemas, desde la inseguridad rampante y los abusos contra los derechos humanos hasta la inflación, la escasez de productos y –no menos importante– la represión y la criminalización de la protesta en sí.
Hasta la fecha han muerto 41 personas y más de 800 han resultado heridas en la violencia relacionada con la protesta. Miles más, entre ellos menores de edad, han sido arrestados o detenidos.
Hay muertos de ambos lados, el progubernamental y antigubernamental. Sin embargo, son los estudiantes y los jóvenes los que han llevado la peor parte de la agresión dirigida por el Estado. Un nuevo informe de Human Rights Watch documenta 10 casos de tortura y alega “un patrón de abusos graves” que sugiere que la seguridad del Estado y las milicias armadas progubernamentales han trabajado mano a mano para atacar a los manifestantes, incluso en los campus universitarios. Amnistía Internacional ha expresado preocupaciones similares.
Pero Spronk es inconmovible, caracterizando a los manifestantes estudiantiles como punks “de élite” de la UCV, la universidad pública más grande de Venezuela, a pesar de que la evidencia empírica indica que la élite venezolana ha sostenido durante mucho tiempo un sesgo en contra de los graduados de la UCV. Por otra parte, y contrariamente a lo que sugiere Spronk, las protestas no se limitan a la UCV. Han habido 31 ataques contra 18 universidades en 11 estados.
Dado que el programa de investigación de Spronk considera “la conciencia de la opresión como un trampolín para la acción política” en Venezuela, sería lógico que fuese sensible a la opresión en sus múltiples formas y que fuese capaz de captar los matices del cada vez más inestable panorama político de Venezuela.
Su artículo en Bullet, sin embargo, sugiere lo contrario.
La decisión de Spronk de intentar legitimar la represión dirigida por el Estado en Venezuela en el aniversario del tiroteo de Kent va más allá del mal gusto; es un aporte éticamente equivocado y ajeno a la realidad sobre el terreno a una nueva era de lucha de clases, no sólo en Venezuela, sino también en Canadá.
Spronk ataca a la prensa por no constatar las fuentes, basando su defensa del régimen venezolano en la afirmación de que los medios de comunicación internacionales circularon imágenes de las protestas “sin tomarse la molestia de comprobar su veracidad, sin darse cuenta de que en realidad eran de lugares como Egipto y Siria, o en las que aparecían fuerzas de seguridad del Estado venezolano que habían sido disueltas hace dos años.”
No debería hacer falta decir —pero al parecer sí hace falta— que la circulación de imágenes “falsas” de las protestas en Venezuela no tiene absolutamente nada que ver con la cuestión de si la fuerza ejercida por el Estado venezolano en respuesta a las protestas de los estudiantes es justificable.
Al centrarse en los limitados casos en que los medios de comunicación usaron imágenes “falsas” de Venezuela, Spronk sigue los pasos de otros defensores del régimen venezolano (véase, por ejemplo, esto, esto, y esto). La estrategia es presentar las falsificaciones y tergiversaciones como una táctica exclusiva de la oposición, y dar a entender que constituyen la totalidad de evidencia disponible sobre la cuestión de si hay represión estatal en Venezuela o no.
De hecho, los partidarios y funcionarios del gobierno también han difundido ampliamente imágenes falsas y engañosas intentando aprovechar su capital político (véase esto también).

Y por desgracia, no escasean las pruebas (véase, por ejemplo, esto, esto, y esto) que documentan ataques contra manifestantes estudiantiles por parte tanto de agentes uniformados del Estado como de grupos paramilitares afines al gobierno que fueron llamados a la acción por el presidente venezolano, Nicolás Maduro. Hay estudiantes que han sido brutalmente atacados y obligados a desnudarse en el campus. En un caso, la Guardia Nacional golpeó a un estudiante con síndrome de Asperger; en otro, militantes progubernamentales incendiaron una universidad.
Nada de esto parece suficiente para Spronk, que insiste: “Se trata de una revuelta de los ricos, no una campaña de terror por parte del gobierno”.
Uno se pregunta cómo deberían interpretar los estudiantes de la Universidad de Ottawa —que difícilmente puede calificarse como un bastión de los indigentes de la globalización— la sugerencia de Spronk de que es aceptable que los chicos de clase media sean tratados brutalmente por las fuerzas del Estado en nombre de una buena causa (léase socialismo).
Ningún concepto razonable de la justicia sostiene que la legitimidad de la fuerza del Estado deba ser determinada por la identidad de clase del individuo al que se somete a esa fuerza. Pero eso no parece disuadir a Spronk, ni a otros académicos que desacreditan a los manifestantes estudiantiles con el objetivo de apoyar al régimen venezolano.
Un académico en EE.UU., sentado a miles de kilómetros del frente del conflicto venezolano, sostiene que los pobres en Venezuela tienen derecho a infligir una “brutalidad igualitaria“. Si esto implica la masacre de las élites blancas, escribe, basándose en los trabajos de CLR James, pues “tanto peor para los blancos.”
Pues tanto peor para la academia también cuando los profesores adoptan la “modesta sugerencia” de Spiro Agnew de que los estudiantes que se levantan en señal de protesta contra el gobierno no son mejores que los nazis y los miembros del Ku Klux Klan, y deben ser tratados en consecuencia.
Más de cuatro décadas después de que ocurriera la tragedia de la Univerdidad Estatal de Kent, sigue siendo una herida abierta. La gran cantidad de teorías basadas en encubrimientos, informantes y francotiradores, complican la búsqueda de una narrativa que respete la exigencia de la verdad sin comprometer la posibilidad de la reconciliación.
Sólo se necesitaron trece segundos para quitarle la vida a cuatro estudiantes de la Universidad Estatal de Kent. En Venezuela, los estudiantes (y otros) se han enfrentado con efectivos de la Guardia Nacional durante tres meses, en lo que es sólo la última ronda de un conflicto de larga data.
Las protestas en Venezuela, como observa Spronk, no siempre han sido pacíficas. Pero tampoco lo fueron las de Ohio, en las que los manifestantes prendieron hogueras en las calles, incendiaron edificios, rompieron ventanas y lanzaron piedras y gas lacrimógeno a la Guardia Nacional.
Los estudiosos del tema todavía están analizando detenidamente las pruebas para determinar si a las tropas se les dio una orden directa de disparar contra los estudiantes de la Universidad Estatal de Kent. Como mínimo, esto debería hacer reflexionar a Spronk y otros que han reaccionado tan rápidamente para argumentar que cualquier mala conducta por parte de la Guardia Nacional de Venezuela se debe a unas pocas manzanas podridas, y que no hay evidencia de abusos sistemáticos.
Si algo puede aprenderse de la tragedia de la Universidad Estatal de Kent y sus secuelas, es que los que abrazan acríticamente la guerra ideológica para legitimar la represión dirigida por el Estado en Venezuela pueden encontrarse en el lado equivocado de la historia. Los tiroteos de Ohio desencadenaron el descenso a Watergate, que finalmente destruyó al gobierno de Nixon.
Para los manifestantes estudiantiles de Venezuela, la lección es clara.