Claudia Sheinbaum toma posesión este martes, como nueva presidenta de México. Una presidenta que presume mucho, secundada por sus seguidores, su condición de primera mujer en el cargo en la historia del país. Convendría reservar tanto entusiasmo: casos como el de Cristina Fernández de Kirchner o el de Indira Gandhi, nos recuerdan que una mujer puede ser tanto o más corrupta e incompetente que los hombres en el mismo cargo. Una mujer (o un hombre) no garantizan por sí mismos buenos resultados. Al respecto, habría que parafrasear a Milton Friedman: uno de los grandes errores es juzgar a los políticos por sus intenciones (y ahora, por su género) en lugar de por sus resultados.
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Sheinbaum inicia su Presidencia con la encomienda explícita de continuar la etapa de incertidumbre y precariedad que inició López Obrador. México perdió años y oportunidades irrecuperables en estos seis años del gobierno de López Obrador: baste con señalar el decrecimiento del PIB per cápita de los mexicanos o el muy mediocre desempeño del PIB nacional, las multimillonarias pérdidas en PEMEX y la CFE en aras de los sueños de la “soberanía energética” y del Estado-empresario, o las frustradas esperanzas en el nearshoring.
Será una tarea inmensa reconstruir la confianza de empresarios y actores externos en el país, hecha añicos por la costumbre de López Obrador de escupir cientos de mentiras y difamaciones diarias, magnificadas por la propaganda oficial, esperando que se convirtieran en hechos y verdades, o por su saña sin igual para quitar del camino todo obstáculo o freno a sus deseos y políticas.
Tomará el lugar de un gobierno que ha exaltado la división y el odio, la venganza y el desquite, la dependencia y la exaltación de la pobreza y las fantasías, y que en ese camino aumentó la violencia y la impunidad, dio cobijo a la corrupción a cambio de lealtad, militarizó el país, dejó buena parte del territorio en manos de criminales, destruyó las instituciones, vulneró la división de Poderes. Un gobierno sin controles ni contrapesos que ya es disfuncional para el país y los ciudadanos, su convivencia, la economía y las relaciones diplomáticas y económicas con el exterior. Y que de continuar por el mismo camino, lo será cada vez más y más, y será contraproducente para vivir en las nuevas realidades del siglo XXI.
Sheinbaum sustituye a un gobierno al que millones no vamos a extrañar y siendo beneficiaria de una operación de Estado para ganar la Presidencia con un abrumador respaldo electoral. Asumirá con un exceso de poder, atribuciones y recursos concentrados en la persona del titular del Ejecutivo, que los emplea, como sucedió con López Obrador, como si fueran propiedad suya personal. Una concentración de poder contra lo que millones de mexicanos habían luchado en los últimos 40 años. Y donde no hay nada en el pasado que se asemeje al nuevo gobierno suyo.
López Obrador dejará la Presidencia, pero será probablemente el hombre más poderoso del país, incluso más que la propia Sheinbaum. Habrá que ver cómo logra Sheinbaum librarse de la dependencia política de López Obrador y su familia. No será fácil, ni rápido ni indoloro. El lopezobradorismo viene gestando en su interior una especie de peronismo a la mexicana, una nueva distopía totalitaria.
Cierto que Sheinbaum no genera el encono y división que provocan la figura de López Obrador, y que llega con un respaldo electoral sin precedentes en su haber. Serán sus virtudes iniciales. Ojalá sepa usarlos para corregir excesos y cambiar lo que haya que cambiar, y reencaminar al país por una senda de crecimiento, diálogo y confianza. Pero en vista de su apego sin grietas a López Obrador, la continuidad en su gobierno de la estructura y los personaje leales a su predecesor y el sonoro apoyo que ha dado a sus perniciosos últimos esfuerzos (la destrucción del Poder Judicial, de los organismos de control constitucional o su visto bueno a dictaduras como las de Cuba o Venezuela), la verdad, la verdad poco bueno se puede esperar.