El viernes pasado, el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, suscribió un acuerdo que entrega “de manera extraordinaria” a las Fuerzas Armadas las tareas de seguridad pública del país.
Es una militarización del Estado, de hecho y de derecho: no solo durante el gobierno de López Obrador se han asignado al Ejército servicios públicos, como la construcción del nuevo aeropuerto de Santa Lucía, y la prestación de servicios de salud por COVID-19, sino que además ahora militariza la seguridad pública apoyado presuntamente en la Constitución.
Recordemos, al margen, que México es uno de los pocos países en la región que no cuenta con un ministro de las Fuerzas Armadas que sea civil, y que el gobierno no ha establecido mecanismos para garantizar el control civil total sobre los militares (en realidad, el principal y casi único papel de supervisión del Congreso mexicano sobre el Ejército es aprobar su presupuesto), y ni siquiera es posible someterlos al aparato de justicia civil.
El acuerdo de López Obrador es una repetición de las estrategias fallidas de los expresidentes Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, que no redujeron la violencia (más bien lo contrario) y provocaron gravísimas y reiteradas violaciones a los derechos humanos. Así, por ejemplo, desde 2007, la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) ha recibido 10 000 quejas por violaciones de derechos humanos cometidas por miembros del Ejército. Adicionalmente, entre 2007 y junio de 2017, la CNDH emitió 148 recomendaciones dirigidas a las Fuerzas Armadas de México por violaciones graves a los derechos humanos, incluidos casos documentados de tortura, desaparición forzada, ejecuciones extrajudiciales y uso ilegal de la fuerza, entre otras.
Tendremos ahora una repetición, con el agravante de que López Obrador tardó año y medio, un cuarto de su administración, para darse cuenta del fracaso de su estrategia de combatir con “besos y abrazos” a los carteles del crimen organizado, y de crear una Guardia Nacional que no ha tenido resultados, más allá de la vergüenza de videos que muestran la corrupción de sus integrantes o cómo estos últimos son apaleados por vecinos soliviantados.
El acuerdo presidencial simula cumplir con la Constitución, pero no señala cómo acatar las obligaciones de fiscalización, regulación y subordinación sobre el Ejército en estas nuevas tareas, obligaciones que la Constitución establece. De esa manera, tendremos un Ejército metido en las calles, deteniendo a civiles y combatiendo a los carteles del crimen, pero sin fiscalización, ni regulación ni mando civil: el escenario ideal para la violación sistemática e impune de los derechos individuales.
Ahora bien, ante el incontenible clima de violencia en el país (con cifras alucinantes como un homicidio cada 15 minutos en promedio), ¿fue esta la mejor decisión que se podía tomar? Probablemente no había otra. Pero también reconozcamos que ni este gobierno ni los anteriores se preocuparon por construir una nueva y mejor solución. Incluso, en campaña, el propio López Obrador e integrantes importantes de su partido, hoy miembros prominentes de su gobierno, del Congreso o de los programas de comunicación oficialistas, criticaron las estrategias de militarización de los anteriores gobiernos, marcharon contra ellas y hasta las impugnaron ante la Justicia. López Obrador prometió además regresar a los militares a su cuartel en seis meses. A cambio, en estos 17 meses de gobierno, no presentó ninguna nueva idea o plan. Todo fue engaño y mero oportunismo político para atacar a los adversarios.
Esto demuestra que a López Obrador y su gente realmente no les molestaba la conducción del país ni las decisiones por parte de Calderón o Peña Nieto y sus equipos. Lo único que querían era ocupar sus puestos y disfrutar sus privilegios.
Al final, la traición política del presidente a sus electores, establece una mayor centralización de las labores de seguridad pública en el Ejército, un nuevo y poco auspicioso arreglo civil-militar en el país, y una inédita concepción del entramado de seguridad nacional, en donde el factor castrense será el eje principal de una renovada visión de poder y control, sin contrapesos, similar a tantos países que cayeron en el llamado socialismo del siglo XXI.
En este escenario, el recargado empoderamiento castrense será clave para fortalecer y retroalimentar el autoritarismo de López Obrador, el cual es cada vez más palpable. De ese modo, una mayor concentración de poder en la persona de López Obrador, ahora con las Fuerzas Armadas como su clientela política, podría servir para imponer fácilmente en México un régimen dictatorial en el mediano plazo, si el presidente quisiera. Y para muchos mexicanos, eso es precisamente lo que López Obrador quiere y hacia allá tiende, sin tregua ni descanso.