A muchos gobiernos latinoamericanos parecen estorbarles las empresas. La actual crisis va a arrasar con millones y millones de puestos de trabajo. Esto debería obligar a un claro liderazgo de los gobiernos para preservar el tejido empresarial, y salir así lo más indemnes y pronto posible del desastre en ciernes. Pero sucede lo contrario: los gobiernos hacen todo lo posible para estorbar.
El gobierno latinoamericano promedio cree que imponiendo cierres forzosos y sin atenuantes, controles de precios, prohibiciones de ajustes salariales y de plantillas laborales, nuevos impuestos y regulaciones, es decir, dinamitando al sector privado, va a garantizarse mayores recursos para proveer abundancia, justicia e igualdad en la sociedad. Ése es un error que la historia y la estadística han desmentido, una y otra vez. Actúan con una enorme ignorancia en lo económico y un temerario bolivarismo en lo político.
Nunca es tarde para recordar que los gobiernos no producen riqueza; ésta la producen las empresas. El Estado solo gestiona, bien o mal (generalmente mal), el dinero que arranca a las empresas. Así, no hay gobierno sin empresas: el sector público se paga gracias a las empresas privadas. Por eso, sólo con las empresas podríamos salir de esta crisis, si no se les pone más escollos y cargas.
Ha sido un error mayúsculo el cerrar la economía, sin atenuantes, y sin ofrecer a las empresas la posibilidad de exonerar impuestos, reducir sus tasas o, al menos, posponer su pago mientras dura el confinamiento.
En este sentido, no es posible que el gobierno de manera abrupta haya ordenado el cierre masivos de la actividad económica sin siquiera ofrecer algún tipo de compensación, de la misma manera que es dable esperar una compensación justa por una expropiación estatal. Lo adecuado es que el Estado se haga cargo de las consecuencias de sus órdenes, en lugar de actuar irresponsablemente, dejando a su suerte a los damnificados.
Sin duda, apoyar fiscalmente a las empresas supondría una disminución adicional de la recaudación y un alza del déficit a corto plazo, pero permitiría sobrevivir a muchas empresas y les proporcionaría los incentivos necesarios para reactivar la economía.
Después, prohibir a las empresas el despedir o ajustar salarios ha sido como si el gobierno prohibiera a las personas enfermarse. O morir. Y significará enviar a miles de empresas a la quiebra, haciendo irrecuperables sus empleos, que ya no estarán allí cuando pase la tormenta.
Recargarse contra las empresas y asfixiarlas, sabemos, es la típica jugarreta populista, que finge proteger a trabajadores y consumidores, pero que sólo empeora las cosas al final. El gobierno echa así sobre las empresas los costos de sus propios errores y de sus malas y tardías decisiones.
En lo sucesivo, ¿quién va a crear un negocio o invertirá en un país donde lo primero que se decide en un cierre de actividad por emergencia es que las empresas carguen con todos los costos, paguen todos los impuestos y se endeuden con el propio gobierno? Eso significa socializar los errores de políticos y gobiernos.
En plena crisis, por el contrario, abundan los ejemplos de empresas y empresarios que se han arremangado los puños y ayudado a paliar los efectos de la crisis de formas innovadoras, desprendidas y sin esperar la orden del gobierno. Han puesto el ejemplo.
En cambio, a los tradicionales activistas en contra del capitalismo, las empresas, la globalización, la propiedad privada, etc. no se les ha visto durante ella, excepto en su papel de insultadores públicos. El capitalismo ha sido más eficiente y solidario que el gobierno y los enemigos de la sociedad abierta y de la cooperación voluntaria.
Si algo ha demostrado la actual crisis es el fracaso del estatismo y del intervencionismo. Al enfrentarla, no han fracasado el capitalismo ni las empresas o los empresarios, sino el Estado, reflejado en el desastre generalizado, por no haber actuado el gobierno a tiempo, de manera previsora y organizada, con información real y transparente, sin histerias irresponsables.
Basta ver que la catástrofe sanitaria ha sorprendido al Estado sin reservas financieras y sin capacidades administrativas para enfrentarse a lo inesperado. Es el Estado, no el libre mercado, el que ha fallado trágicamente en su capacidad de reaccionar adecuadamente frente a desgracias inesperadas.
El impacto económico será peor cuanto más dure la negativa de los gobiernos de respaldar a las empresas, y en cambio, sigan repartiendo dádivas clientelares que serán difíciles de revocar cuando cese la alarma. Con dicho proceder, el papel del Estado se va a deteriorar de manera dramática. Muchos países se encaminan así a la insolvencia del Estado, que desembocará en una grave crisis fiscal. Y cuando las medidas gubernamentales prolonguen innecesariamente la recesión venidera, el mismo gobierno echará la culpa al capitalismo y pedirá más impuestos y más intervención.
Sabemos lo que pasará: aumentar la carga fiscal y la intervención del Estado durante una recesión la profundiza y prolonga en el tiempo. Esperemos pues una larga crisis económica en la región.
En contrasentido, para mucha gentes es cada vez más y más evidente que son las empresas y las personas que trabajan las que crean riqueza y empleo, por lo que la mejor forma de recuperar la economía no es castigándolas con más trabas e impuestos, condicionamientos y controles, sino facilitando e incentivando su labor. Hoy cada vez más latinoamericanos son conscientes de que la iniciativa empresarial es su principal recurso para crecer, generar riqueza y crear empleos, lo cual eleva el nivel de vida de todos.
En tal medida, el reto futuro está planteado: aprovechemos la cada vez mayor conciencia social sobre el papel capital de empresas y empresarios, para lograr que Latinoamérica se convierta en una real economía de mercado o de lo contrario, estaremos condenados a un empobrecimiento generalizado y duradero, tal vez similar a la década pérdida de los 80. No hay otra alternativa. Y tal es la lección anticipada y la tarea impostergable que nos dejará el desastre de 2020.