México se encuentra en guerra consigo mismo. La violencia resultante de la inseguridad y el crimen organizado es hoy el principal problema del país. No es exagerado hablar de una guerra interna en México: hoy son asesinados unos 95 mexicanos cada día. Casi cuatro víctimas por hora. Al total de 252 538 muertos desde 2006, a los que hay que agregar 40 000 desaparecidos y 26 000 cuerpos sin identificar. Adicionalmente, más de 100 periodistas han sido asesinados en México desde el año 2000; de ellos, más del 99% de sus crímenes continúan impunes. La situación es tan inmanejable que el costo de la violencia en México el año pasado representó el 24 % del Producto Interno Bruto (PIB) del país. Apenas el pasado primer trimestre de este año, México vivió el período más violento de toda su historia.
El horror es cotidiano, sin tregua ni saciedad: en Salamanca, el pasado 9 de marzo, 15 muertos en una ejecución. En Minatitlán, este 19 de abril, 14 muertos en una violencia ciega y sin motivo (ambas ciudades asiento de algunas de las principales instalaciones petroleras del país y gobernadas por el partido del presidente López Obrador). En estas fechas, hubo incluso un mayor derramamiento de sangre: Irapuato, San Luis Potosí y Comalcalco, entre otras localidades. Las expectativa normalizada es que el evento violento superará en horror y muertes al anterior.
En medio de este clima terrorífico, hay un gobierno (el de Andrés Manuel López Obrador) que se muestra rebasado, inerte, incompetente, prácticamente en el ridículo, si no fuera porque hablamos tristemente de vidas humanas, insustituibles y valiosas en sí mismas.
Al respecto, no es claro si la violencia que viven ciudades como Salamanca o Minatitlán (por solo hablar de las más visibles), o los estados más letales (Guanajuato, Estado de México, Baja California, Jalisco y Chihuahua) en lo que va del año es inercial y corresponde a acciones fracasadas del pasado gobierno de Enrique Peña Nieto, o bien, a partir de qué momento corresponde a las de López Obrador.
Lo que sí es claro que López Obrador es un presidente que prefiere perseguir y atacar a sus críticos y opositores políticos a perseguir y atacar a los delincuentes y asesinos. Su silencio e inacción sobre lo que pasó en Salamanca, Minatitlán y otras ciudades habla de un grado sumo de cobardía política, deshonestidad pública y falta de empatía con sus gobernados. Y quizá (solo quizá) hasta podría aventurarse que lo que pasa en esas ciudades es consecuencia directa de su oferta de amnistía a los carteles y de su declarado fin de la guerra contra el narcotráfico. Aquí los resultados de tamaña ingenuidad política.
Aunque no se puede asegurar que este gobierno sea responsable de la actual violencia que asfixia a México, sí se puede decir, y es muy grave, que está tomando decisiones que podrían acabar generando iguales o hasta peores condiciones de violencia en el país. Ciertamente su principal instrumento, la Guardia Nacional, aún no se ha desplegado: apenas estará en Salamanca, Ciudad de México y en otras 43 ciudades del país. Por tanto, no se puede hablar aún de lo acertado o no en la implementación de su estrategia.
Sí se puede hablar, sin embargo, de lo erróneo de esta estrategia: usar a las fuerzas armadas en las tareas de seguridad es lo mismo que se hizo en las dos administraciones pasadas, descuidando sanear y reconstruir a las policías locales. Con esas experiencias y los resultados que obtuvieron, parece claro que el gobierno de López Obrador no va a poder detener la actual escalada de violencia. Solo le quedará justificarse y poner su contribución en el México violento, impune y corrupto que los otros gobiernos han construido.
Achacando la escalada de violencia a los gobiernos pasados, sin exigencias a su propia administración, atribuyéndola al “neoliberalismo” (como si Venezuela, por ejemplo, fuera un ejemplo de paz y tranquilidad y no un país con altísimos índices delictivos) y hasta a una estratagema teatral para hacer quedar mal al gobierno, López Obrador solo acrecienta la división (buscando quedarse con la facción política mayor), alimenta rencores y agravia en la tragedia, pero no aporta ninguna solución real a la crisis actual. Así, López Obrador debe empezar a comportarse como presidente de México, no como el político oportunista y que no asume responsabilidades que siempre ha sido.
Hoy, en cualquier caso, tras escuchar a López Obrador podría parafrasearse a Bismarck y decir: “el estadista piensa en la próxima generación, el demagogo, en a quién echarle la culpa”.