México vive el retorno a su autoritarismo más extremo y también, si las cosas no se corrigen, a una nueva crisis económica durante este gobierno, algo que el país no experimenta desde hace 25 años.
La administración de Andrés Manuel López Obrador, a punto de cumplir apenas los tres meses de gobierno, está haciendo todo lo posible para regresarnos a ambos escenarios. Por un lado, López Obrador está concentrando todo el poder posible, sin importarle atropellar al resto de poderes, instituciones y actores de todo tipo, abusando de su muy amplia mayoría en el Congreso, que funciona como el arma de cualquier asaltante.
Por el otro, sus malas decisiones económicas van acumulando, día tras día, reportes negativos y temores de parte de los mercados: a diferencia de hace un año, por ejemplo, ahora no hay muchos inversionistas deseosos de poner su dinero en el país (y un país no puede progresar sin inversión) y se huelen ya las primeras señales de una posible tormenta económica.
Desde el principio de su gobierno, López Obrador fue muy claro y terminante en su propósito de que el Estado tuviera primacía absoluta sobre los mercados y sobre cualquier otro actor. Al respecto, es legítimo que un gobierno piense que es bueno fortalecer la intervención pública en la economía. Pero es ilusorio creer que tal intervencionismo no implica riesgos y costos para los contribuyentes y la competitividad del país, que es precisamente lo que hoy estamos viendo.
El común de la gente odia la idea de una “mano invisible” en los mercados. Necesitan una mano que puedan ver, enlaces causales simples y de comprensión inmediata. Por eso es hasta cierto punto explicable (solo hasta cierto punto) que López Obrador olvide que los mercados no votan, no tienen un fin ni un líder ni buscan derrocar gobiernos; solo sirven para poner un precio a las cosas e intercambiarlas de forma más eficiente. Así, por ejemplo, si usted amenaza con no devolver la cantidad que pidió prestada, quien le presta solicitará un rendimiento más alto. Si su amenaza es creíble, pues terminarán por no prestarle nada. Esto es precisamente lo que vemos con la deuda de PEMEX y su gradual contagio a toda la deuda pública.
El intervencionismo de López Obrador en la economía también busca aplicarla a la política. Así, al presidente López Obrador le molestan los organismos reguladores autónomos, contra quienes libra una batalla diaria, puesto que representan un límite al Estado, echan luz sobre sus políticas e instrumentos y frenan el monopolio estatal, así como las decisiones unipersonales e irresponsables de los encargados políticos.
Por otro lado, López Obrador ya cuenta con 335 votos en la Cámara de Diputados, con base en seducción y “compra” de legisladores de otros partidos, permitiéndose contar con una mayoría calificada para iniciar una reforma de la Constitución. Aún le faltarían algunos legisladores para concretar dicha mayoría en el Senado de la República. Pero tal poder prácticamente irrestricto ya dio a luz signos inquietantes, como la aprobación de la figura de la “prisión preventiva oficiosa” para varios delitos, lo que significa que a cualquier persona acusada (incluidos opositores) de alguno de ellos, podrían violársele sus garantías individuales y terminar con sus huesos en la cárcel sin orden de un juez y enfrentando allí el proceso durante años, sea o no culpable. Otra alarma es la reciente creación de una Guardia Nacional militarizada, muy al estilo de la Guardia Nacional del chavismo, con la cual López Obrador podrá mandar, en todo el país, sin ningún tipo de restricción.
Tal poder cada vez más irrestricto, vuelve a colocar en discusión cuál es la intención final de López Obrador y sus antecedentes. Por un lado, hay quienes opinamos que López Obrador es un simple priista vigesimonónico, que solo busca acumular más poder y mantenerse el mayor tiempo posible en él, sin un proyecto radical de transformación del país; una política social cuyo objetivo clientelar último sería engrosar las bases de Morena, su partido.
Pero también hay quienes creen (con cada vez más elementos a favor) que el gobierno de López Obrador es uno de ascendencia de izquierda chavista, con un proyecto de cambio radical, con Cuba como modelo; y un marxismo de manual escolar, mal digerido y ramplón, pero real. En este contexto, no deja de ser inquietante cómo López Obrador se parece tanto a Nicolás Maduro: niega y combate la ortodoxia del libre mercado, elige a dedo ganadores y perdedores corporativos, usa a militares para fines civiles, degrada la democracia y el Estado de Derecho, se alía con los enemigos de Estados Unidos, dispensa castigo y juicios sumarios a inocentes, mientras da perdón y cuenta nueva a culpables frente a las cámaras de televisión.
Pero al final, creo con todo respeto para quienes defienden ambas posturas, que no hay que saber mucho.
Si la inspiración del gobierno de López Obrador es la izquierda latinoamericana de los último años, pues veamos la situación actual de Venezuela, Nicaragua, Bolivia, Cuba; o el descrédito por corrupción total de gobiernos como los de Correa en Ecuador, los Kirchner en Argentina o Lula en Brasil, para saber cuáles serán sus resultados finales.
Y si por el contrario, su ascendencia es la del viejo PRI, el mismo que ya fracasó reiterada y suficientemente en México: las crisis económicas de 1976, 1982, 1988, 1994, la década pérdida de los 1980, las matanzas estudiantiles de 1968 y 1971, la corrupción irrefrenable en casi todos sus gobiernos y todo lo que ya conocemos.
El gobierno de López Obrador no es un gobierno “del pueblo, por el pueblo, para el pueblo” como sostiene el dogma democrático. Es simplemente un gobierno del pueblo, por populistas, demagogos y autoritarios, para populistas, demagogos y autoritarios. En tal sentido, no hay que ser adivino para saber en qué acabarán López Obrador y su régimen: para el mal del país.