Brasil se alista para un casi seguro gobierno de Bolsonaro. El derechista Jair Bolsonaro, que obtuvo el pasado 7 de octubre un 46% de los votos frente al 29,2% del socialista Fernando Haddad, es el favorito en la más reciente encuesta de la firma Datafolha para ganar la segunda vuelta presidencial, a efectuarse el próximo 28 de octubre, con un 58% del apoyo electoral. En contraste, Haddad hoy tiene el 42% de intención de voto. Si no acontece un hecho extraordinario, Bolsonaro será el próximo presidente de Brasil.
Su posible triunfo ha preocupado a muchos. Con algo de exageración, se le ha adjetivado de múltiples formas: “ultraderechista”, “fascista”, “nazi”, “racista”, “peligro contra la democracia”, “misógino”, “homófobo”… aunque algunos de esos adjetivos puedan tener cierta base en las propias declaraciones de Bolsonaro, en realidad todos son normales en una tradicional guerra sucia de índole electoral.
En todo caso, extraña que quienes así lo llaman no tengan adjetivos equivalentes para los políticos del Partido dos Trabalhadores, que usaron fondos públicos para comprar o, en su defecto, destruir a políticos rivales; corromper y pervertir el funcionamiento de los poderes legislativos y judicial; enriquecer a familiares, adictos y clientelas políticas; financiar dictaduras como las de Cuba o Venezuela, o favorecer a regímenes, partidos y dictadorzuelos ideológicamente afines. Si de ser un “peligro para la democracia” se trata, Lula Da Silva, Dilma Rousseff, Fernando Haddad y otros líderes petistas fueron más allá de las meras declaraciones y convirtieron la democracia brasileña en una enorme fosa séptica.
Al respecto, el rechazo mayoritario del electorado brasileño contra ese estado de cosas, y no un apoyo acrítico a sus deslices declarativos, es la explicación del porqué las mujeres votaron más a Bolsonaro que a Haddad. De porqué los negros votaron más a Bolsonaro que a Haddad. De porqué una cantidad enorme de gays votó a Bolsonaro. De porqué una gran porción de los votantes tradicionales del PT se trasladó a Bolsonaro. Y de porqué un partido como el suyo, el Partido Social Liberal, pasó de no tener un solo diputado, a tener ahora el segundo mayor grupo parlamentario, detrás del PT. Todo ello, meras consecuencias del descrédito en el que se hundieron los partidos políticos brasileños tras la revelación del mega esquema de corrupción del Lava Jato en 2014.
Al respecto, sorprende ver cómo se desfondó el tradicional sistema brasileño de partidos, lo que recuerda en algo al Tsunami electoral mexicano del pasado 1 de julio. Y también sorprenden los paralelismos entre Bolsonaro y el presidente electo mexicano, Andrés Manuel López Obrador: su recurrente amenaza de no reconocer una posible derrota y las denuncias de supuestas maniobras de fraude; su auto asunción como outsiders políticos y candidatos “antisistema”, pese a sus extensas carreras políticas, la mayoría como tránsfugas partidarios; su común intolerancia a toda crítica; el discurso de odio contra grupos sociales específicos; las frecuentes descalificaciones contra rivales políticos y medios de comunicación; su cercanía a las iglesias evangélicas; un común discurso tradicionalista y conservador en lo social, y anticorrupción en lo político; el abundante y cotidiano uso de mentiras y exageraciones que enardecen y fomentan la polarización… sería agotador tratar de ser exhaustivos. Pero tantos paralelismos no dejan de sorprender.
Aunque López Obrador aún no toma el poder, ocupa cada día porciones más y más significativas del entramado institucional, de la influencia social y del debate público. Así, ya pueden prefigurarse las grandes líneas maestras de su futuro gobierno: una administración ineficaz y llena de ocurrencias faraónicas, por la falta de cuadros políticos profesionales para ocupar los cargos más importantes.
Una gestión caótica por las alianzas políticas indiscriminadas y al por mayor; la puesta en duda de manera continuada y flagrante de las más elementales normas democráticas y de división de poderes; un poder personalísimo, sin contrapesos efectivos, propenso al capricho y a simplemente sustituir a unos políticos y empresarios corruptos por otros, iguales; funcionarios que alardean de demócratas, pero se consideran la encarnación del pueblo, por lo que atropellan a particulares, descalifican a sus rivales políticos, ignoran a las minorías, subyugan la justicia y los procesos electorales, y amenazan a los medios de comunicación… en suma, una democracia iliberal, que supuestamente respeta la voluntad popular pero desprecia la ley, los procedimientos y las instituciones independientes que controlan al poder.
La democracia es así: con mucha frecuencia se trata de elegir la opción que se cree la menos mala. En el caso de México, elegimos entre corruptos y autócratas. Y nos aprestamos a sobrellevar las consecuencias de elegir a los segundos. A la vista de esas consecuencias, quizá los brasileños se lo piensen dos veces de aquí al 28 de octubre.