Durante los últimos días, se han multiplicado las imágenes del éxodo de cientos de miles de venezolanos. Son imágenes poderosas y conmovedoras. Pero quizá lo peor es que es una crisis humanitaria predicha desde hace tiempo y que pese a ello, pocos gobiernos hicieron algo frente a la emergencia que se venía.
Los gobiernos latinoamericanos, en su mayoría (con la excepción de Perú y tal vez Colombia y Chile), decidieron ignorar el problema. O simplemente no les importó.
Según la ONU, 2.3 millones personas han huido de Venezuela en los últimos años, de entre un país de unos 30 millones de habitantes. Aunque nadie sabe a ciencia cierta cuántas personas se han marchado, por lo que ese número podría ser mucho mayor: tal vez ronde los 4 millones desde 2015, año del colapso económico del chavismo, es decir, más del 12% de la población total del país.
De mantenerse el actual ritmo, la diáspora venezolana “podría superar los 6 millones de personas que huyeron de la guerra civil siria” (una quinta parte de la población siria, similar a la de Venezuela), según alerta la revista The Economist, convirtiéndose así en la mayor crisis migratoria en la historia del continente.
A ello sumemos que un 40 por ciento, casi la mitad de la población venezolana, desea emigrar, sobre todo jóvenes y clases medias y altas. Si esto se volviera una realidad, implicaría alrededor de 13 millones de inmigrantes más en total o al menos, otros dos millones adicionales a los actuales, con lo que se llegaría a los mismos números de la tragedia siria.
Para muchísimos venezolanos hoy la prioridad es abandonar Venezuela, poco importa cómo ni a dónde, simplemente para sobrevivir. En contraste, muchos gobiernos y una creciente proporción de latinoamericanos, ven su éxodo como un peligro, desentendiéndose de que en el pasado reciente Venezuela fue receptor de millones de migrantes, por ejemplo de Colombia: en 1980, el PIB per capita venezolano triplicaba al de su vecino.
Pero también de Argentina, Chile, Ecuador, Panamá, muchos huyendo de las dictaduras sudamericanas o de las crisis económicas de los 80s: Venezuela fue en algún momento la cuarta mayor economía del mundo (primera de América Latina), con el mejor sistema de salud del mundo occidental.
Colombia, Perú y Ecuador exigen hoy a venezolanos contar con pasaporte, para “hacer un control efectivo de las personas que entran y salen del territorio”. Otros países como Chile han sumado obstáculos al movimiento migratorio. Y ya hay episodios de violencia contra los migrantes, como en Brasil, ejemplo verdaderamente vergonzoso de xenofobia violenta, por no hablar de la explotación laboral de los migrantes, casi en condición de esclavos. Con todo, las condiciones que generalmente encuentran, para ellos y para sus hijos, son mejores a las que abandonan en Venezuela.
Obstaculizar el movimiento migratorio no tiene ningún sentido, no sólo porque el pasaporte en Venezuela es un documento de casi imposible acceso por su alta demanda y altísimo costo, sino porque en nuestros países el pasaporte sirve de poco: es un mero documento burocrático de identidad, de control tributario y poco más, pero no de seguridad ni protección ni control de estancia; cuanto más, un certificado que constata nuestra condición de presos en cárceles a cielo abierto.
Igualmente, los obstáculos y trámites puestos al movimiento migratorio contradicen los principios básicos de atención humanitaria, que es lo que necesita Venezuela hoy. En realidad, y contra lo que se espera, el principal efecto de estas restricciones será el de un mayor número de cruces ilegales, un floreciente negocio de corrupción burocrática y tráfico de personas, y una menor integración económica de los migrantes.
La xenofobia, la desconfianza de muchos latinoamericanos frente a los migrantes venezolanos, la oportunidad que ven de abuso y maltrato impune, el nacionalismo y su deseo de poder e imposición, es un episodio vergonzoso (con el agravante de que es entre supuestos “hermanos” latinoamericanos), fruto de la ignorancia, del pequeño y mezquino Trump que todos llevamos dentro. En realidad debiéramos verlos como una oportunidad de enriquecimiento mutuo.
Así que, después de verlos como sujetos de conmiseración y ayudarles a reponerse de enfermedades, cansancio y hambre, debiéramos darles la oportunidad de contribuir: La gran mayoría de ellos son jóvenes y con niveles de preparación superiores a los países receptores. Por tanto son potenciales creadores de riqueza, en lugar de supuestos oportunistas o consumidores sin oficio ni beneficio de nuestros “envidiables” estados de bienestar.
Por ello, mientras más rápido puedan trabajar y/o crear sus negocios y en consecuencia, mantenerse por cuenta propia, más rápido se aliviará la carga sobre los servicios públicos y los contribuyentes nacionales. Así que en lugar de pedir pasaportes y sumir, por ende, en la informalidad y las tinieblas a millones de migrantes, los gobiernos debieran emitir permisos de trabajo y de creación de negocios.
A todos conviene que los migrantes venezolanos sean capaces de trabajar legalmente, crear riqueza, dinamizar las economías en los lugares donde se instalen y así, sufraguen sus propias necesidades y las de sus familias. No permitírselo iría en detrimento de la racionalidad económica, con el agravante de que estarían ilegalmente en el país, cosa que reduciría más los salarios y aumentaría la competencia por los empleos, con el consiguiente desempleo de los nacionales y el deterioro de la seguridad pública.
El de Venezuela es el mayor movimiento migratorio en la historia reciente del continente. Los venezolanos no huyen de un conflicto bélico, como en Siria, sino de la escasez de alimentos y medicinas, los salarios bajos, la hiperinflación (los precios subirán este año 1.000.000%, según el FMI), las colas de 8 horas para comprar cualquier cosa y la inseguridad pública, además del creciente autoritarismo y brutalidad del régimen venezolano, y porque no avizoran en Venezuela un futuro personal acorde con sus expectativas.
No es un montaje escenificado por cientos de miles de personas, según dice la dictadura chavista. Es el resultado trágico pero natural del colapso económico venezolano, que se acentuará tras las últimas medidas económicas de Nicolás Maduro. Así que el éxodo continuará, no hay forma de frenarlo en el corto plazo.
De modo que los gobiernos latinoamericanos debieran abocarse a crear un acuerdo regional, por ejemplo, mediante el cual los países del hemisferio les otorguen un estatus temporal de protección y acepten, por lo menos, cierta cantidad de refugiados venezolanos (y nicaragüenses, un éxodo menor pero que allí está), flexibilizando para ellos el mercado laboral y desregulando la creación de negocios, además de establecer una amnistía general para quienes ya llegaron y se encuentran ilegalmente, sobreviviendo en la informalidad. Este conjunto de medidas sería correcto por razones humanitarias, económicas y del propio interés nacional.
Un acuerdo de tales características podría ser el resultado mínimo de la próxima reunión de la OEA sobre el tema, o de la promovida por el gobierno ecuatoriano, en lugar de incrementar las declaraciones, discursos y toneladas de documentos oficiales sin resultados concretos, cerrando de otra manera las puertas frente a miles de venezolanos desesperados por huir de una nación que se cae a pedazos.