El mundo está con el Jesús en la boca, atestiguando expectante la crisis financiera en la que se hunde Turquía. Así, la moneda de Turquía, la lira, se desplomó un 25 % en los últimos días, sus mayores pérdidas en una década, en el contexto de los problemas diplomáticos de Turquía con EEUU y el Gobierno de Donald Trump, arrastrando a los bonos y divisas de los mercados emergentes a sus niveles más bajos en un año. ¿Tendrá la turbulencia económica de Turquía un efecto aislado o, más bien, de contagio, como muchos temen, desatando una crisis global?
Al respecto, precisemos primero que Turquía no está en crisis por Trump o porque el mundo le tenga mala voluntad al Gobierno turco. En realidad su crisis se vino gestando en los últimos años, como resultado de la propensión de su Gobierno y sus empresas a endeudarse con créditos baratos, para hacer crecer más su economía y, de paso, apuntalar la popularidad del presidente Recep Tayyip Erdoğan. Esto provocó un enorme déficit fiscal, mientras los créditos comenzaron a encarecerse en el último año, irremediablemente. Las señales de deterioro eran claras desde hace tiempo: la lira se ha devaluado un 45 % desde principios de año y apenas el mes pasado Turquía tuvo una inflación del 16 %.
A ello sumemos la irresponsabilidad política: el presidente Erdoğan asumió la presidencia de Turquía hace apenas un mes, tras recibir el 53 % de los votos, para un nuevo periodo con poderes mucho más amplios y casi mayoría absoluta en el Congreso. Así, nombró a su yerno como ministro de Finanzas, asumiendo un control personal sobre la economía, y socavó la autonomía del banco central, al protestar contra la posibilidad de tasas de interés más altas, la única salida a la crisis, argumentando que aumentarlas causaría más inflación, cuando en realidad harían lo contrario y retendrían inversiones nerviosas. En su lugar, como buen dictador, ha responsabilizado de su crisis a los especuladores, a Trump, a la Unión Europea, etc., y propuesto soluciones irreales y erráticas. Pero lo único que ha logrado es extender la creencia de que ha perdido contacto con la realidad, avivando la desconfianza y la percepción de riesgo.
Al margen, cabría preguntarse porqué estas charlatanerías económicas y teorías de conspiración tienen oídos receptivos en tantos dictadores y gobernantes autoritarios y populistas, como escribió recientemente la profesora rusa Nina Khrushcheva. Así, las ideas de Erdoğan sobre los efectos inflacionarios de aumentar las tasas se corresponden a las ideas de, por ejemplo, Trump sobre el déficit comercial, de Maduro y Cristina Kirchner sobre la emisión monetaria y los controles de precios, de Lula y Dilma Rousseff sobre las virtudes interminables de estimular el mercado interno, o de López Obrador sobre la autosuficiencia alimentaria. Quizá dictadores y autoritarios de toda laya les prestan oídos porque les permiten acrecentar su popularidad y poder, mientras socavan a instituciones y rivales renuentes a su control, y no las corrigen tras sus malos resultados, porque se arriesgan entonces a enajenarse el apoyo de los leales con que aún cuentan.
El contagio de la crisis turca ha sido más bien moderado, hasta ahora: Argentina, Rusia, Sudáfrica, Indonesia, India. Pero aún tiene el potencial de convertir una crisis local, restringida, en una global, sin control. Los inversionistas extranjeros tienen miedo. De modo que han estado sacando dinero de Turquía. En la práctica, eso significa que venden liras y compran dólares u otras monedas. Y lo mismo han hecho otros inversores en países emergentes, empezando a deshacer algunas posiciones en bonos y acciones, generando reacciones en cadena en los mercados financieros.
Una de las vías a través de las cuales el problema se extiende es el sistema bancario. Es lo que está pasando con los bancos europeos y, especialmente, con los españoles BBVA y Santander, con muy fuertes posiciones en Turquía y también en América Latina. Esto sucede porque los bancos prestan dinero a compañías, inversionistas y gobiernos. Conforme quienes recibieron los préstamos no pueden cumplir con sus pagos en los países afectados por una crisis, causan pérdidas enormes que amenazan la salud del sistema financiero a miles de kilómetros de distancia.
Hasta hace un año, los mercados prestaban dinero a prácticamente cualquiera que alzara la mano. Eso ya terminó. La subida de tipos en Estados Unidos hace cada vez menos atractivas estas arriesgadas inversiones. Ya hay un rechazo al riesgo que representan los mercados emergentes. Al mismo tiempo, un dólar más fuerte representa malas noticias para los países y compañías que piden préstamos en dólares, ya que un dólar más caro hace más difícil pagar los préstamos en esa moneda.
Por ello, ahora los países, entre ellos muchos de América Latina, deberán hacer en tiempos extras lo que no hicieron cuando podían y debían: mantener variables macroeconómicas estables, como un superávit primario, baja inflación, control en el crecimiento de la deuda, reducir el gasto público y disciplina fiscal, así como actuar con seriedad en todas sus decisiones, a fin de resistir mejor los vaivenes económicos y la percepción de riesgo sin distingos.
Aún es pronto para saber si la crisis turca acabará teniendo un impacto significativo en otros países. Todo depende de que Erdoğan tome pronto la amarga medicina de la disciplina fiscal, financiera y monetaria. Al respecto, antes de fin de año, Gobierno y acreedores privados en Turquía deben efectuar una reestructuración de la deuda por valor de 230.000 millones de euros, lo que corresponde a más de una cuarta parte del producto interno bruto de ese país.
Esto abre la posibilidad para que los problemas financieros en ese país puedan expandirse entonces a otros países de rápido crecimiento. Así, naciones como Colombia, México o Brasil podrían ser las siguientes en resentir sus efectos, en un contexto donde el crecimiento de los emergentes es el día de hoy muy relevante para la economía mundial. Por ello, la crisis en Turquía debería preocuparnos (y ocuparnos) a todos.
Finalmente: Lo de Turquía es una muestra más de cómo las decisiones irresponsables de un líder carismático y demagogo, sin contrapoderes, pueden arruinar a un país prometedor, una lección que hemos repasado una y otra vez en América Latina, con pocos resultados.