Este domingo se efectúo en México el primero de los tres debates obligados por la ley electoral entre los candidatos presidenciales. Fue un debate con poco espacio para la discusión, la improvisación, la sorpresa, cuidando más el interés de los partidos que el derecho de los ciudadanos a una elección informada y de contrastes. Fue, para decirlo gráficamente, como un partido de fútbol jugado en un estadio sin público, sin emoción ni exigencia. Aunque siendo justo y comparándolo con cualquier otro debate presidencial desde 1994 (cuando se efectuó el primero en México) este fue ágil e inquisitivo, gracias en gran medida a los moderadores Denisse Maerker, Sergio Sarmiento y Azucena Uresti, que pidiendo a los candidatos profundizar en sus propuestas o responder a las acusaciones, por primera vez no se resignaron al tradicional papel del semáforo que solo da o quita la palabra.
Siendo realistas también, el interés de este debate estaba puesto en presenciar un traspié electoralmente grave del puntero en las encuestas, López Obrador, o bien, un claro despegue de cualquiera de los dos candidatos, José Antonio Meade o Ricardo Anaya, con posibilidades reales de disputarle el triunfo. Nada de eso sucedió. Al menos por ahora.
Y es que López Obrador fue al debate presidencial decidido a no caer en ninguna provocación y rehuir toda discusión, volviendo una y otra vez a las cinco o seis frases de sus spots y a su discurso de siempre. No es exagerado decir que si el candidato de MORENA mejor hubiera decidido enviar un holograma, programado con las frases que ya conocemos desde 2006 y grabado con buen maquillaje, quizá habría tenido un mejor desempeño que el candidato huidizo, frágil, soberbio, descuidado en su aspecto y cansado (¿nuevamente enfermo?) que vimos. Pero logró lo que buscaba: reiterar su discurso, no cometer ningún exabrupto y así no arriesgar su gran ventaja electoral.
En consecuencia, a Ricardo Anaya y a José Antonio Meade se les acaba el tiempo para despuntar. Y las oportunidades. Por eso sorprende que cuando habían logrado acorralar a López Obrador durante el debate, denunciando la corrupción de sus colaboradores y las propiedades que supuestamente esconde, hayan decidido retomar los ataques entre ellos (ciertamente tras una provocación preparada ex profeso por Meade), con una saña personal que no habían utilizado antes, ante la divertida mirada de los otros contendientes. Así, pareciera que Meade no aprendió nada en estas aciagas semanas, en las que sus ataques a Anaya solo lo hundieron más en la contienda. No deja de ser paradójico que el candidato del PRI que durante todo el debate presumió de su gran “preparación”, en realidad parece que aprende poco o nada.
En tal sentido, si hubo un derrotado en el debate este fue precisamente Meade: sin emoción como buen técnico, carente de personalidad y carisma como buen tecnócrata, gris como buen burócrata, repitiendo hasta la extenuación sus muchas virtudes (según él), con pocas propuestas concretas, con tan mala preparación que se quedó sin tiempo para responder a la acusación de Anaya de que le tocó una tajada de dinero en la corrupción del PRI y sus gobernadores. Si algún resultado habrá de este debate, será que Meade quizá descienda todavía algunos puntos más en las encuestas, puntos que me temo no irán a Anaya (como imaginan los creyentes de esa ficción del “voto útil” o del “júntense, agárrense de las manos”), sino a López Obrador: el verdadero voto útil del PRI (y de otros partidos coaligados alrededor de Meade o de Anaya, como Nueva Alianza o el PRD) es para MORENA y López Obrador. De continuar por ese derrotero en los algo menos de 70 días que restan para la elección, Meade no tendrá mucho futuro político. Así, la idea (antes mera burla interesada) de que el Gobierno de Peña Nieto y el PRI pudieran cambiar de candidato, podría ir considerándose con creciente preocupación, o bien, obligarlos a llegar a algún tipo de pacto con Anaya en las siguientes semanas.
El primer debate presidencial no permitió apreciar, aún, a un ganador inevitable de las elecciones. Cuando más, permitió ver a un gran derrotado, Meade, y a otro, López Obrador, que se decía tigre y resultó mucho menos atemorizante, hasta vulnerable y vulnerado. No marcará por tanto un cambio sustancial de tendencias. Pero desde hace 50 años sabemos que los debates no influyen decisivamente en el voto de los ciudadanos, sino que su función, en lo posible, es dar información y claridad al elector, desalentando la ignorancia, la confusión y los enconos. Y me parece que, por ahora, este debate cumplió, no en demasía, pero sí con lo indispensable.