
América Latina está inmersa en una gran ciclo electoral: Costa Rica, Paraguay, Colombia, México, Brasil y, probablemente, Venezuela (que en conjunto representan el 70 % del PIB de la región) tendrán elecciones presidenciales este año (Cuba también, pero ya sabemos qué son realmente las “elecciones” cubanas). Dado el peso de estos países, no es exagerado decir que 2018 será un año crucial en el posible cambio de signo político de la región.
Al respecto, múltiples encuestas regionales y nacionales muestran el paulatino desapego de los electores latinoamericanos hacia el sistema democrático y de partidos, la insatisfacción por su situación económica y social, y una ciudadanía cada vez más resentida contra EE. UU. En tal escenario, no son de extrañar las reiteradas alarmas que suenan en Washington advirtiendo una eventual manipulación de ese descontento por parte de aventureros políticos, dictadores en ciernes y hasta potencias extranjeras, especialmente Rusia, y que han recogido y amplificado medios de comunicación y actores políticos interesados, hasta convertir el tema en un trending topic electoral.
Sin embargo, convendría tomar con cuidado tales advertencias. Quizá sean ciertas, aunque hasta ahora no hay una evidencia palpable y segura de ello. Incluso, en el caso de la comprobada incursión rusa para fortalecer a Trump en las elecciones presidenciales de 2016, no existe una sola evidencia de que la operación haya tenido un efecto real en el resultado final. Como muchos estudios sugieren, operaciones de descrédito como las supuestamente puestas en práctica a favor de Trump, solo tienen un efecto limitado sobre un público ya proclive a creerlas, sin poder medirse realmente el éxito obtenido.
Otra vertiente para tomar con pinzas esas advertencias, más allá del cuestionable récord del Gobierno estadounidense en materia de intervenciones encubiertas en América Latina, es que sirven a nuestros actores políticos solo para el descrédito muchas veces infundado de sus oponentes y su demonización. La creación de chivos expiatorios supuestamente aliados con poderes extranjeros, es algo que las sociedades latinoamericanas pagaron muy caro apenas hace poco, en las décadas de los 70s y 80, y que nuestras democracias sufrieron en demasía, cuando aparentemente se les buscaba proteger.
También debe considerarse que muchas veces esas alarmas tienen el efecto (¿no buscado?) de fortalecer a los Estados policiacos y a las élites locales que durante décadas han buscado manipular electores, campañas y resultados. Sirva considerar, solo en este preciso momento, la operación de descrédito que experimenta el candidato presidencial opositor Ricardo Anaya a través de la partidización del aparato de procuración de justicia mexicano, los audios ilegales que han servido para exhibir a la expresidenta Kirchner en Argentina o los alucinantes datos con que aún nos sigue asombrando el caso Odebrecht, con ramificaciones incluso hacia medios de comunicación y empresas. Así, nuestros gobiernos y élites magnifican las denuncias externas sobre las fake news, porque ellos creen tener el monopolio exclusivo de la desinformación.
No digo que sea improbable o irreal una interferencia rusa para favorecer específicamente a López Obrador, Lula da Silva, Gustavo Petro o Nicolás Maduro, y así, desestabilizar las defectuosas instituciones y democracias de la región, debilitar la influencia del Gobierno norteamericano y, con todo ello, cimentar un sobrevalorado prestigio global de Vladímir Putin para consumo de los crédulos ciudadanos rusos. Hay muchas evidencias de que el Gobierno ruso efectivamente estaría interesado y de que lo ha hecho muchas veces en el pasado.
Solo digo que habrá que tener cuidado para que la supuesta “defensa de la democracia” en la región no sirva más bien para ahogar libertades, reducir espacios de expresión, y vitaminar y legitimar a nuestros tiranos autóctonos. Al respecto, considérese la real presión de los gobiernos latinoamericanos sobre las redes sociales, a resultas de estas alarmas, y su permanente tentación de sobrevigilarlas y sobrerregularlas. Es muy seguro, así, que el ecosistema de plataformas como Facebook, Twitter o YouTube sea crecientemente restrictivo e irrespirable tras el actual ciclo electoral.
Prácticamente todos los que advierten de una operación en marcha de “subversión, desinformación y propaganda” rusa en las elecciones presidenciales latinoamericanas, hablan, explícita e implícitamente de la necesidad de mayores controles sobre el ciberespacio y las redes sociales, de mayor centralización de instituciones y procesos electorales y de más control gubernamental sobre la información, para “proteger”, según ellos, a audiencias infantiles y manipulables a través de un meme o un banner.
La realidad es más compleja. Y los problemas de desencanto democrático, falta de participación, desconfianza y descrédito sobre partidos y gobernantes no fueron inventados por el Kremlin ni se resuelven escondiéndolos bajo otro tema. Por eso, estemos vigilantes para que los hackers rusos o los “defensores” de nuestras democracias no cumplan sus objetivos.