Por estos días, en Colombia el tema de moda es la próxima reforma tributaria. El país tiene un déficit de 34,4 billones de pesos (alrededor de 11.500 millones de dólares) que corresponde al 3.9% del PIB. Esto quiere decir que los ingresos del Estado colombiano son menores que sus gastos. Por lo tanto, el Gobierno prepara una reforma para así recaudar más impuestos y de esa forma tapar el hueco fiscal que se ha ensanchado, en gran medida, por la caída de los precios del petróleo.
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Para intentar explicar lo que está pasando en el país, imagine usted que se ha quedado sin trabajo y le toca emplearse en uno en el que le pagan menos. Sus ingresos han caído y tiene dos opciones: recortar gastos o endeudarse para seguir con el mismo nivel de vida. Bueno, pues Juan Manuel Santos es como un desempleado irresponsable que en vez de disminuir su consumo ante la caída de los ingresos, decidió seguirse endeudando.
Por supuesto que el comportamiento del presidente de Colombia es apenas de esperarse, y en nada se diferencia con el de muchos mandatarios de otros países. Salir en una alocución presidencial anunciando el recorte del gasto estatal en un 20%, por ejemplo, es un panorama que ni siquiera se consideraría. Tal medida, aunque sería increíblemente beneficiosa para la economía, causaría descontento entre la población y bajaría, a niveles del subsuelo, la favorabilidad que el mandatario ya dejó por el piso después de su intento de “acuerdo de paz”.
Recortar el gasto gubernamental y disminuir el tamaño del Estado es un proceso doloroso. Implicaría que centenares de empleados tuvieran que ocuparse en nuevos puestos, de verdad valiosos para el país, acarrearía también desempleo temporal, gente que tendría que dejar de recibir subsidios y, en general, una reacomodación de los factores, incluyendo a los políticos que deberían dedicarse a actividades honestas y dejar sus puestos burocráticos. Muy pocos presidentes estarían dispuestos a poner en marcha tales medidas, perjudicando su favorabilidad y teniendo que afrontar infinidad de protestas. Máxime cuando, normalmente, los mandatarios tienen una visión cortoplacista; la de su periodo presidencial. De modo que los incentivos para sacar todo el provecho que se pueda y mantener una buena imagen durante ese tiempo, sin importar que el país se vea perjudicado en el largo plazo, son muy altos.
En otras palabras, la prioridad de Santos en este momento, como ocurre con todos los mandatarios, no es el país que le dejará al próximo presidente y a las futuras generaciones de colombianos. Si la visión de nuestros gobernantes fuera de largo plazo, y si no estuviera condicionada por la favorabilidad que deben mantener, su actuar sería diferente. En épocas de crisis, por ejemplo, se comportarían como cualquier persona sensata que reduce sus gastos hasta que logre volver a su nivel de ingresos habitual.
Ahora bien, como decía antes, el comportamiento de Santos es normal en un gobernante, lo que no me parece natural, es la reacción de muchos colombianos a la reforma que se está cocinando. Hay infinidad de artículos discutiendo a quién se le deberían aumentar los impuestos. La mayoría, por supuesto, como ocurre en todas partes del mundo, quisiera que todo el castigo fuera para los empresarios. ¡Que paguen los ricos! Es la consigna habitual en estos tiempos. Otros, sobre todo ateos militantes, piden que les cobren a las iglesias. Mejor dicho, el debate grueso que se está dando en Colombia, es a quién se le debe quitar más dinero. ¿Cómo es que se nos ha olvidado pelear para que dejen de arrebatarnos lo que nos pertenece?
Y es que no siempre fue así. Nuestros antepasados no se creían esa mentira, que nosotros al parecer nos hemos tragado completa y sin mayor problema, según la cual el Estado somos todos y hay que pagar impuestos para que todos estemos mejor. Si miramos antes del siglo XVIII, lo que encontramos es una historia de revueltas causadas por políticas fiscales abusivas. La gente estaba constantemente rebelándose ante las subidas indiscriminadas de los tributos. A nosotros se nos ha olvidado lo que aquellas personas entendían muy bien, los políticos son una casta que no genera riqueza, viven a expensas de los que sí trabajamos. Por lo que negarse a pagar impuestos abusivos, más allá de cierto punto razonablemente aceptable, es completamente ético y necesario.
En un proceso que Benedict Anderson retrata muy bien en su libro “Comunidades imaginadas” nos hemos creído que el Estado somos todos. Antes, cuando los tributos se pagaban al rey, al parecer era más fácil entender que los elevados impuestos constituían, por demás, un robo a mano armada. Por lo que las revueltas iniciadas por ciudadanos que se negaban a pagar impuestos eran algo normal. Ahora, con el gran invento moderno de que el Estado somos todos, parece que de una buena vez nos han callado, se nos olvidó alzar la voz ante los tiranos.
En Colombia no se debería estar discutiendo a quién se le debe castigar en mayor medida con el látigo tributario. Lo que deberíamos pedir es que pare el aumento de los impuestos, que cese el comportamiento derrochador del Gobierno. Ni los tenderos, ni la clase media, ni nadie debería pagar mayores tributos, ya es suficiente. El camino es hacia un Estado mínimo. Que los burócratas dejen de vivir de los colombianos trabajadores y que empiecen a generar valor como sus compatriotas de bien.
Hay que volver a las épocas sensatas en las que los individuos se rebelaban ante leyes tributarias abusivas en tanto que las reconocían como lo que son: un robo.