Por David Landau
EnglishLos países casi siempre sobreviven a sus hijos. Ese no es el caso de E.A. Rivero, uno de los héroes olvidados de Cuba.
Hace algunos días falleció en la ciudad de Washington, tras un desafortunado accidente en la calle. La muerte solitaria del doctor en Derecho en una calle de Washington no fue su verdadera tragedia. Su tragedia fue haber sobrevivido al país que ocupaba un lugar especial en su corazón.
La Cuba que recibió a E.A. Rivero cuando nació en 1928 estaba conformada por una sociedad que oscilaba entre la esperanza y el descontento. Hacia el comienzo de los años 30, cuando la política cubana alcanzó su punto de ebullición, el padre de E.A. había superado sus orígenes modestos y se había convertido en un periodista en ascenso.
Al haber nacido en años duros para su familia, E.A. forjó una personalidad fuerte y dominante. Su hermano Adolfo, siete años más joven, ingresó a una familia próspera y se convirtió en un príncipe.
Los hermanos compartían una pasión: la devoción por la res publica. Pero sus personalidades fervorosas los llevaron a enfrentarse.
Como la mayoría de los jóvenes, E.A. y Adolfo, al igual que Fidel Castro, despreciaban a Fulgencio Batista y lucharon contra su régimen ilegal. E.A., quien fue compañero de Castro en la Universidad de La Habana, admiró las facultades de Castro, pero siempre se mantuvo escéptico. En cuanto a Adolfo, ingresó a la universidad y fue deslumbrado por el canto de sirena del comunismo.
El propio Castro surgió como oportunista y no como comunista. Se hubiese convertido en budista o sionista, si alguna de esas doctrinas lo hubiesen llevado al poder. Pero en la Cuba de Batista la jugada lógica era inclinarse hacia el comunismo, y Castro celebró un alianza con este.
Cuando los hombres de Castro tomaron el poder en 1959, Adolfo se convirtió en parte del núcleo duro del régimen; E.A., por su parte, presintió que el Gobierno de Castro sería un desastre para el país y, con la misma energía, se volvió su oponente.
E.A. se sumó a las fuerzas clandestinas que peleaban contra Castro dentro de Cuba. En 1960, E.A. se dirigió directamente a la CIA con una solicitud urgente para oponerse al régimen de Castro, que estaba siendo apoyado abiertamente por la Unión Soviética.
La CIA lo alentó, pero el apoyo fue solo simbólico. Por su parte, los estadounidenses prefirieron trabajar con los anticastristas cubanos de Florida que les eran serviles, algo que no caracterizaba a los que combatían en Cuba.
Luego vino el desastre de Bahía de Cochinos. Una consecuencia poco conocida de aquel fiasco fue que terminó con la resistencia clandestina cubana en manos de la policía de Castro. En abril de 1961, E.A. fue arrestado en una importante redada llevada adelante por las fuerzas de seguridad de Castro.
Con E.A. cautivo, el régimen sometió a Adolfo a una prueba. En sus oficinas de la Juventud Comunista, Adolfo recibió la visita sorpresa de dos agentes de Seguridad del Estado. Tras una charla preliminar sobre E.A., el agente de mayor rango le preguntó: “En su opinión, ¿qué debemos hacer?”.
Adolfo contestó sin vacilar. “Creo que deberíamos ponerlo ante un pelotón de fusilamiento. Con mi hermano, no hay arreglo. Nunca lo habrá”.
Su respuesta fue tan determinada que, como escribió más tarde Adolfo, incluso los funcionarios de seguridad “no podían mirarme a los ojos”.
Irónicamente, la recomendación de Adolfo salvó la vida de E.A. Si Adolfo hubiese suplicado por E.A., los hombres de Castro lo hubiesen ejecutado para disciplinar a los cuadros. La madre de E.A., quien viajó desde Florida para asistir al juicio, estaba segura que su hijo iba a ser condenado al escuadrón de fusilamiento. La ejecución era su destino, hasta que Adolfo la solicitó.
En vez de ser ejecutado, E.A. recibió una condena a 30 años de prisión. Tenía 33 años.
En octubre de 1979, 18 años y medio después de su captura, los Castro liberaron a E.A. y lo exiliaron. Todos los días, durante más de 18 años, las autoridades de la cárcel intentaron que les brindara información por la fuerza. Hasta el último día, querían saber los nombres de otras personas que trabajaron con el en la clandestinidad.
Lo encerraron en aislamiento; lo dejaron al borde de la inanición; simulaban su ejecución; lo pusieron en contacto con los “chivatos” de la prisión para que lo hicieran hablar. Y fracasaron con todo. Al final la gente de Castro lo liberó en un supuesto gesto de buena voluntad y afirmó en una declaración cortante que el “prisionero ya no era útil” para Cuba.
Cuando E.A. dejó la prisión encontró en su hermano un aliado. Adolfo, que a su manera era tan malhumorado como independiente, había sido purgado de las filas del Partido Comunista y estaba sufriendo del confinamiento en la “gran prisión”, la isla en sí.
E.A. luchó por la liberación de su hermano desde Cuba. En 1988, cuando Adolfo recibió una visa para poder salir del país, tomó un avión con destino a París. E.A. lo estaba esperando en el aeropuerto de Orly.
Desde ese momento y hasta la muerte de Adolfo en 2011, los hermanos vivieron en Estados Unidos —uno en Washington, y el otro en Miami— y su conexión fue indestructible.
Eran hombres modestos; respetados por quienes los habían conocido en Cuba, pero desconocidos para el resto, al que no le importaba su experiencia o conocimiento.
Más allá de cualquier decepción en su exilio, estaba viviendo en un país real, mientras que el pueblo cubano no.
En julio de 1989, el segundo al mando en Cuba, Raúl Castro, ofreció un análisis notable. Según reportó el diario Granma del 6 de julio, Castro dijo: “Es preferible que Cuba se hunda en el océano, como la Atlántida, antes de que sea corrompida, antes de que triunfen las fuerzas del capitalismo”.
Los Castro tomaron el poder en enero de 1959. Más de 47 años después, Fidel Castro dejó el poder de la misma forma en la que un profesor anciano se retira.
Dentro de unos años, la República de Cuba no será ni un recuerdo. Desde hace muchos años el país ya no es lo que E.A. Rivero, o cualquier otro exciudadano de la república, hubiesen reconocido como propio.
No se preocupe, Dr. Rivero, no es su culpa. Usted ha hecho su parte, y la hizo bien. Y se ha ganado su lugar en la eternidad.
David Landau es un escritor reconocido desde alrededor de los veinte años de edad, cuando publicó su primer libro: Kissinger: The Uses of Power. Vive en San Francisco, donde es co-conductor de un programa de radio de noticias, redactor y editor. Su editorial, Pureplay Press, ha publicado docenas de libros sobre Cuba.