EnglishPor René Sandoval
El pasado 7 de septiembre, se llevó a cabo una audiencia pública en el Congreso colombiano liderada por las socialdemócratas Claudia López y Angélica Lozano, y la socialista María Fernanda Rojas, en la cual se discutieron los mecanismos que podría implementar el Estado para disminuir la epidemia de obesidad en Colombia.
Según las congresistas, 17% de la población colombiana es obesa, y 50% tiene sobre peso, condiciones claves a la hora de desarrollar enfermedades cardiovasculares, que son la primer causa de muerte en el país.
Para controlar la situación, las legisladoras proponen fijar un IVA de 20% a todas las bebidas azucaradas que se comercialicen en el territorio nacional, entre otras medidas no menos polémicas.
En la opinión pública, es generalmente aceptado que un incremento en los precios de un producto implica una disminución en su consumo. Si se establece, entonces, que un alimento determinado causa obesidad, sería sensato suponer que el incrementar los precios de ese producto conllevará a una disminución de la tasas de obesidad. Lo anterior, evidente a primera vista, no tiene el mismo efecto para todos los bienes, ni es el único factor a tener en cuenta para la implementación de este tipo de políticas.
Lo primero que habría que preguntarse es: ¿Cuál es el objetivo de dicho impuesto? Según las congresistas, hay dos posibles respuestas:
Primero, argumentan que el impuesto reducirá tanto la tasa de obesidad como las muertes por enfermedad cardiovascular. Segundo, aseveran que el impuesto recaudará más recursos para financiar programas de promoción de la salud y prevención de la enfermedad.
Ambas suposiciones, sin embargo, son erradas.
En primer lugar, la obesidad no se genera a partir del consumo de un determinado tipo de alimento, sino por la ingesta de un mayor número de calorías de las que se queman diariamente. Es este superávit calórico el que genera una tendencia hacia la obesidad, no el consumo de un alimento por sí mismo. Una persona sedentaria, aún si no consume un porcentaje importante de calorías en su dieta, puede aumentar de peso.
A la vez, los impuestos sobre las bebidas azucaradas, incluso los más agresivos (entre 10% y 20%), tienen un impacto marginal sobre el total de la ingesta de calorías. Algunos estudios han proyectado una disminución en la ingesta diaria de tan sólo 9 calorías. Otros han evidenciado una reducción incluso menor.
Por el efecto sustitución, un consumidor puede reemplazar las bebidas gaseosas por otras bebidas que ya tenían impuesto previamente, y que contienen una proporción similar de calorías, como las bebidas en polvo, jugos, néctares, etcétera.
En cuanto al impuesto sobre las bebidas azucaradas que proponen las congresistas, este sería completamente regresivo. Las personas que más consumen bebidas azucaradas, como las gaseosas, son las personas que se encuentran en el quintil más bajo de ingreso. Lo anterior quiere decir que el dinero para financiar dichos programas saldría de los bolsillos de la población más pobre, no de la más rica.
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Las congresistas claramente no toman en cuenta que, si las ventas de los productos se vieran afectadas, podría haber un impacto negativo en el empleo generado directa e indirectamente en el sector.
Una de las cuestiones más paradójicas de este asunto es que las legisladoras piensan que las personas, especialmente las más pobres, efectivamente actúan como agentes racionales. Sin embargo, no piensan lo mismo en otros casos, como en la obligatoriedad de cotizar al sistema de seguridad social (salud y pensión), y el uso obligatorio del cinturón de seguridad, entre otros.
Esté caso me recuerda una frase de Ludwig Von Mises en su ensayo La Mentalidad Anticapitalista: “No pretendemos justificar la libertad desde un punto de vista metafísico ni absoluto. No entramos en el tipo de argumento totalitario –tanto de derechas como de izquierdas- según el cual las masas son demasiado estúpidas e ignorantes para saber sus verdaderas necesidades, por lo que necesitan de una tutela, la del buen gobernante, para no autodañarse”.
Sería interesante que los políticos dejaran de pensar acerca de las soluciones a los problemas en términos de más prohibiciones y/o regulaciones, entregando la poca libertad de la que aún disponemos al omnipotente Estado paternalista que hemos creado para cuidarnos -presuntamente- de nosotros mismos.
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René Sandoval es antropólogo de la Universidad de los Andes, donde cursa actualmente una Maestría en Políticas Públicas. Cree que la libertad es el valor supremo que debe perseguir toda sociedad y confía en el orden espontáneo como la mejor forma de organización social posible. Síguelo en @renesandovalram