EnglishPara muchos estadounidenses viajar a la ciudad de Nueva Orelans es un comenzar a transitar el camino de una nueva cultura y probar comidas con un raro sabor, pero sin la necesidad de obtener un pasaporte, pagar el exorbitante precio de un pasaje transatlántico o preocuparse sobre cómo pedir una taza de café, en un idioma extranjero.
En los folletos promocionales, los turistas pueden ver imágenes de exteriores cubiertos de estuco, arcos y patios —típicas características de la arquitectura colonial española— y de la cocina creole con influencia francesa, símbolos de una ciudad fundada en nombre de un rey francés llamado Luis, y no de un rey inglés llamado James.
Por estos motivos, Nueva Orleans es frecuentemente descrita como la ciudad más europea en Estados Unidos. Es comprensible la comparación, aunque equivocada.
Nueva Orleans no es la ciudad más europea del país, sino la ciudad más latinoamericana de Estados Unidos.
Podría preguntarse: ¿y entonces Miami? Y sí, Miami es una ciudad latina, vibrante, repleta de inmigrantes de primera y segunda generación de Cuba, el Caribe, México, América Central y del Sur. Y, sí, el español, y no el inglés, es el idioma que más se suele oír.
Pero Miami representa el escape de América Latina. Es el destino paradisíaco del “Sueño Americano”.
Nueva Orleans, por el otro lado, no sólo comparte su historia con la de América Latina, sino que también encarna su espíritu.
La “Big Easy,” como es llamada cariñosamente, tiene más en común con lugares como Cartagena, Puerto Príncipe y La Habana que con ciudades europeas. Cuando las coronas francesas y españolas gobernaron durante el período colonial, estas ciudades portuarias se convirtieron en importantes centros de comercio y un cosmopolita crisol de razas.
Hoy, si camina por la Ciudad Vieja de Cartagena o por La Habana Vieja encontrará arquitectura que evoca al Barrio Francés. Del mismo modo, si uno se aleja de esos distritos turísticos encontrará disparidades y desesperación en la misma medida.
Nueva Orleans y Luisiana son, de hecho, la versión estadounidense de una república bananera. Abundantes recursos naturales son derrochador por políticos corruptos —entre otros problemas— que siguen hundiendo al lugar en una catástrofe socioeconómica, desde Argentina hasta Nueva Orleans.
En América Latina, la falta de oportunidades lleva a una juventud desesperanzada a robar, secuestra —o peor—, unirse a carteles de drogas y grupos guerrilleros. Otros con más escrúpulos, pero igual de desesperados, migran a Estados Unidos y Europa en búsqueda de educación y empleo.
Mis amigos dirán: “esos son ‘problemas del tercer mundo’; no de Nueva Orleans”.
Quizás.
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Pero de acuerdo con un estudio de Naciones Unidas publicado en 2014, Nueva Orleans su ubica en la posición 28 de una lista de 50 ciudades más violentas del mundo, donde 44 pertenecen a países caribeños o latinoamericanos. En la actualidad, los robos con armas en Nueva Orleans son algo común en zonas más ricas como Uptown.
Apenas el mes pasado, la policía de Nueva Orleans arrestó a dos niños —uno de 11 y otros de 6 años— acusados de detener a un hombre con un arma. Además de liderar las tasas de criminalidad del país, la ciudad, pese a las recientes mejoras, continúa retrasada en temas educativos. Cada año los “mejores y más inteligentes” ciudadanos deciden mudarse a otras ciudades estadounidenses para obtener mejores ofertas de empleo.
Suena mucho como América Latina.
Sin embargo, mientras Nueva Orleans llora con América Latina, también goza de América Latina. Este es el paralelo más cercano entre ambas. Son sociedades orgullosas que saben como celebrar la vida sin importar lo duras que sean las circunstancias.
Quizás fueron los esclavos e indígenas del pasado que inculcaron en nuestras culturas la capacidad innata de expresar esperanza y alegría en tiempos tristes; bailar y cantar, por ejemplo, durante la desesperación que causó el huracán Katrina, en las tiránicas Cuba y Venezuela, o en medio de la pobreza que afecta a Brasil y América Central.
Desde afuera se ve este entusiasmo por la vida, en especial, en nuestro Carnaval (o Mardi Gras, como se lo conoce en Nueva Orleans), pero también lo reconocen en nuestra vida diaria. Lo oyen en nuestra música; lo imitan en nuestros bailes; y lo prueban en nuestras comidas.
Esta es la razón por la que la gente viaja desde todo el mundo para visitar estas regiones, y no por algunos viejos edificios de un distrito turístico, más allá de que ofrezcan un telón de fondo histórico y pintoresco. Vinieron a formar parte de ese jubileo infinito.
Desde que me mudé a América Latina —primero a Colombia, y ahora a Argentina— muchos de mis amigos y familiares de Luisiana me preguntan: “¿Cómo es allí? o, irónicamente, “¿es seguro estar allí?”.
No se preocupen. Es igual que en Nueva Orleans.