El Presidente de la República no es sólo jefe del Poder Ejecutivo, es jefe de todo el Estado ecuatoriano, y el Estado ecuatoriano es Poder Ejecutivo, Poder Legislativo, Poder Judicial, Poder Electoral, Poder de Transparencia y Control Social, Superintendencias, Procuraduría, Contraloría, todo eso es el Estado ecuatoriano. Estas palabras fueron dichas por Rafael Correa en octubre del 2011 y reflejan su concepción presidencialista del Estado ecuatoriano; muestran cómo el presidente Correa no se veía como el encargado del Poder Ejecutivo, sino como la máxima autoridad del Estado. No es el primer presidente en percibir al Poder Ejecutivo como el epicentro del Estado; no es, tampoco, el primer presidente latinoamericano en hacerlo.
Ya durante las primeras décadas del siglo XX, la idea del presidente como figura de poder supremo estaba en su apogeo en Latinoamérica. La mayoría de los países latinoamericanos habían alcanzado sus independencias bajo liderazgos fuertes, como los de Simón Bolívar o José de San Martín. Esta tradición continuaría a lo largo de la historia de los países latinoamericanos con multiplicidad de caudillos como exponentes: Antonio López de Santa Ana en México, Gabriel García Moreno en Ecuador, José Antonio Páez y Antonio Guzmán Blanco en Venezuela o José Manuel Rosas en Argentina, por mencionar algunos pocos.
Todos eran caudillos, líderes políticos con poder militar y que con frecuencia ejercían la presidencia de sus países; pero en la práctica, esto implicaba no sólo administrar, sino legislar y, en muchos casos, hasta despachar la justicia. La concentración de los poderes públicos (dividida por Montesquieu precisamente para crear un sistema de balances de poder) en manos del presidente, es el síntoma primordial del presidencialismo. Este fenómeno político llegaría al paroxismo con el arribo de las dictaduras a Latinoamérica como la de Juan Vicente Gómez en Venezuela y de gobiernos populistas como el de Perón en Argentina.
Quizás la mejor definición del presidencialismo como endemia la ofrece el académico Domingo García Belaúnde, quien hace la siguiente diferenciación: “El sistema presidencial es una cosa y el presidencialismo es otra. El primero se da en Estados Unidos y el segundo es una deformación del primero”. ¿En qué se produce la deformación? En el sistema de contrapesos de poder. Toda república, para garantizar su continuidad y sostenibilidad, requiere que el poder tenga contrapesos. Así, en Estados Unidos existe un presidente que, sin embargo, tiene poco margen de acción si no cuenta con el apoyo del Congreso y el Senado.
De nada sirve que constitucionalmente haya un Poder Ejecutivo, un Poder Legislativo y un Poder Judicial si son controlados por un mismo partido
En cambio, en Latinoamérica tenemos casos como el de Hugo Chávez y Nicolás Maduro, que en varias ocasiones obtuvieron facultades legislativas gracias a leyes habilitantes que aprobó la asamblea nacional de Venezuela, controlada por sus partidarios. También están casos como el de Fujimori, en la década de 1990, que disolvió el Congreso y asumió en sí mismo todo el poder del Estado.
No menos destacable es el caso de México, donde entre 1929 y el 2000, todos los presidentes mexicanos fueron también líderes del sempiterno Partido Revolucionario Institucional, el cual, por ende, controlaba todo el sistema político mexicano con un carácter tan expedito que Mario Vargas Llosa llegó a catalogar al país como la “la dictadura perfecta”.
La política latinoamericana puede ser considerada, a grandes rasgos, como una política de personalismos. El valor republicano de la verdadera división de poderes necesita ser rescatado en muchos países de la región y ello con énfasis en “verdadera”, porque de nada sirve que constitucionalmente haya un Poder Ejecutivo, un Poder Legislativo, un Poder Judicial (y pare usted de contar cuantos más) si en la práctica todos son controlados por un mismo partido, que le sirve ciegamente a su presidente.
Un país que desee vivir en una verdadera democracia, debe trabajar en construir un sistema político donde el presidente tenga contrapoderes en funcionamiento. En Estados Unidos, ha bastado la tradición para limitar el poder presidencial. En Latinoamérica, hará falta que la ley lo haga. Se hace necesario repensar el sistema político de los países de la región, evaluar con sinceridad qué está funcionando y por qué. De lo contrario, todo lo que en Latinoamérica se ha hecho en el nombre de la república habrá sido en vano y nuestro sistema político no pasará de ser presidencialista, no será mas que una simple monocracia: el Gobierno de uno sobre todos.